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LIBROS

El sufrimiento interior

DIEGO MARÍN A.

Jueves, 16 de julio 2015, 23:53

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Muy probablemente la obra poética de Javier Salvago pase a la historia. O al menos debería hacerlo. Su poesía es un continuo autoanálisis, un remordimiento vital, un ajuste de cuentas, como titula uno de sus poemas, para preguntarse: «Al final, ¿qué tengo?». Sus versos existencialistas recuerdan a Jaime Gil de Biedma y están en consonancia con la obra de José Mateos. Pero la poesía de Salvago trasciende más allá de su propia obra.

Salvago es uno de esos raros poetas que no se han dejado seducir por los premios célebres, aunque mereció el Luis Cernuda, el Rey Juan Carlos I y el de la Crítica. Es, quizá, el representante más desconocido de la denominada «Poesía de la Experiencia», tapado por nombres como Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes, Carlos Marzal y Vicente Gallego. Su oficio, realmente, es el de guionista. Jesús Quintero siempre ha contado con él para sus reflexiones radiofónicas y televisivas, y antes lo hicieron Encarna Sánchez e Iñaki Gabilondo.

Aunque ha probado la prosa en libros como los autobiográficos 'Memorias de un antihéroe' y 'El purgatorio' (en el que confiesa haber sido 'negro' de Isabel Pantoja), lo más valioso es su poesía, su mensaje, su atmósfera personal. Con ella impregna sus versos de una inmensa melancolía vital. «No son/gratuitas la pena, la tristeza,/la decepción», escribe. Su último libro lo ha publicado en la creciente pequeña editorial La Isla de Siltolá de Sevilla. Y sólo cuesta 12 euros, algo que contrasta con los grandes novelones inanes que ya superan los 23 euros.

La poesía de Salvago nunca se ha adentrado en corrientes herméticas ni ha derivado en artificios ni barroquismos, su obra es, en apariencia, sencilla. Pero esa fragilidad superficial es uno de sus mayores méritos. Salvago se muestra en este libro como un hombre adulto que observa ya no sólo su vida, también la de los demás y se siente reflejado, recuerda otras épocas y valora lo vivido. En realidad sus poemas parecen una recreación continua del 'No volveré a ser joven' de Gil de Biedma, como el 'Epitafio' en el que confiesa: «Mi problema fue acaso/haber llegado demasiado pronto/a descubrir que nada/importa nada».

La cruda realidad es la que asalta de pronto, como si no la conociera, al poeta. Y, entonces, surgen los fantasmas, los remordimientos, el consciente paso del tiempo. En sus poemas, generalmente de versos libres, con endecasílabos y otros impares, también se cuelan esta vez experimentos con el haiku, soleares, coplas y epigramas. También una especie de aforismos ('Apuntes') en los que encontramos algunas frases más o menos brillantes o humorísticas, como: «Si el tiempo es oro/he perdido fortunas», «La felicidad es un lugar común/muy poco frecuentado» o «Del fracaso se aprende,/pero se aprende tarde».

El libro termina con una serie de endecasílabos blancos que también recuerdan a José María Fonollosa. O a la serena decadencia de Roger Wolfe. Ese lento descenso a los infiernos en el que uno mismo se da cuenta de la caída y hace partícipe al lector de su sufrimiento interior. 'Una mala vida la tiene cualquiera' es una apertura al pensamiento íntimo de Salvago, un soliloquio sobre los miedos, los fracasos, los pecados y los escasos éxitos que, por timidez, falsa modestia o vanidad, apenas se desgranan. Y la muerte siempre acechando como la espada de Damocles, desafiante, en forma de vejez, de reloj o de recuerdos dolorosos. «El sueño es la muerte/con billete de vuelta», acierta Salvago.

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