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Waterloo

MARÍA ANTONIA SAN FELIPE

Jueves, 5 de abril 2018, 23:16

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Siempre pensé que la elección de Waterloo, por parte de Puigdemont para fijar su gobierno en el exilio, era un mal presagio. Claro que quienes no ven la realidad es difícil que se dejen influir por lo esotérico. No sé si el culebrón del procés descarrila o se recrudece pero lo cierto es que, pese a la gravedad, el asunto resulta agotador.

Así que aquí estoy de nuevo en medio de la penitencia. La detención de Puigdemont el domingo de Ramos nos ha pillado por sorpresa, ya nos habíamos acostumbrado a verlo viajando por los exilios como a Superman por la galaxia. Aunque ni él ni sus amigos huyen, como proclaman, del fascismo español sino de sus propios actos. Lo único cierto es que no han sido capaces de asumir su propia responsabilidad. Sabían que estaban vulnerando gravemente las leyes de un estado democrático pero les importó un bledo. No lideraban una lucha heroica contra una dictadura que tiene leyes ilegítimas que justifican rebelarse. No es el caso. Ellos se muestran como víctimas, se presentan como los defensores de la libertad mientras los otros son los represores o los amigos de los verdugos que no les dejan votar en referéndums ilegales al tiempo que ellos obvian la libertad de quienes no secundan ni su estrategia ni sus objetivos.

Este problema debió haberse solucionado hablando y pactando, haciendo de la política algo grande y no un mezquino conflicto de intereses. Tanto Rajoy como Puigdemont (y quienes les aplauden) eludieron entenderse porque ambos se fortalecían fomentando el desprecio hacia los otros. Pero, ni Rajoy es España, ni Puigdemont es Cataluña, aunque ambos simbolicen el naufragio de la política. En medio de este fracaso el secesionismo decidió, tan libre como irresponsablemente, vulnerar la Constitución y el Estatut, forzando la máquina y olvidando que nadie está por encima de la ley. Una vez que el asunto llegó a los tribunales hay que interpretar que los jueces defienden al Estado y no a Rajoy. Yo me pregunto, si estamos en un estado de derecho con división de poderes, ¿puede ahora intervenir la política para forzar decisiones judiciales? Yo creo que no. Habrá que hablar, sí, pero sin interferir en la labor de los jueces. Es decir, más allá de las mutuas mezquindades.

Habrá que buscar una salida, espero que con mejores interlocutores. Pero una vez que la política se ha rendido a los jueces y éstos han iniciado los procedimientos, ¿pueden ahora, unos y otros, decir que todo era una broma, que todo era de mentirijillas? ¿Pueden el gobierno o el Parlament decir quién sale o entra en prisión? ¿Puede acusarse de injustos a los jueces antes de que dicten sentencia? ¿Puede hacerse borrón y cuenta nueva? No me gustaría nada ser juez de tan graves imputaciones pero si lo fuera, tampoco me gustaría que nadie me presionara desde ningún ámbito. Si en esta democracia mejorable ciertos delitos deben regularse de otro modo o hay leyes que no nos gustan habrá que cambiarlas en los parlamentos pero, mientras la Constitución y el Estatut estén vigentes, corresponde al poder judicial, no a los políticos ni mucho menos a las barricadas callejeras, dirimir los conflictos en ese marco y no en otro futuro.

Mientras seguimos en un callejón sin salida y el Parlament de Cataluña continúa manteniendo la farsa del procés y cuestionando la democracia española desde la libertad que ésta les otorga, el expresidente fugado ha recibido la primera visita tras su detención. No han acudido los embajadores ante Puigdemont sino Bernd Lucke, el cofundador del partido antieuropeo y xenófobo de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD). Asustan las relaciones del secesionismo con la ultraderecha europea, salvo que nos estén mostrando su verdadera cara quienes niegan el supremacismo que practican. Como quería Puigdemont el procés es ya como un saltamontes que recorre Europa. El tiempo nos dirá si, como Napoleón, él también ha descubierto en la Alemania democrática su Waterloo.

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