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Antes de que despegara el primer avión, el aeropuerto de Agoncillo ya era objeto de una avalancha de críticas. El elevadísimo coste y las dudas sobre el sentido de una infraestructura de tanta dimensión para una comunidad tan pequeña, con otras prioridades de comunicaciones sin resolver, avivaron los reparos. Todo ello, aderezado con las habituales raciones de electoralismo, demagogia y humo negro.

La puesta en marcha del aeródromo permitió, al menos, abrir el abanico de conexiones de una comunidad secularmente arrinconada. Fue hace tan poco que parece una eternidad, pero hubo una época en que era posible volar directamente desde Logroño a Barcelona y, durante unos meses, también a Málaga, Sevilla y Alicante.

El resto es historia. Las famélicas pantallas azules del aeropuerto hace tiempo que sólo marcan el solitario vuelo que madruga a Madrid y llega de la capital a última hora, con la excepción de los contados charters que en vacaciones facilitan visitar algún destino de postal. El debate sobre la infrautilización del aeropuerto se antoja estéril por evidente.

A la espera de que alguna compañía de bajo coste pose los ojos en La Rioja y encuentre la rentabilidad para operar desde aquí, lo exigible en el corto plazo es que el único avión que enlaza con Madrid garantice lo obvio: que salga, llegue, regrese y aterrice de vuelta a su hora. La acumulación de vuelos cancelados o retrasados roza ya lo intolerable. Y las estampas del pasaje cogiendo un autobús desde las ciudades limítrofes a las que se desvía para volver a Agoncillo casi de madrugada, insoportables. En primera persona para quienes lo sufren y en general, para la imagen de un aeropuerto que sigue aspirando a despegar (algún día).

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