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Durante muchos días, varias semanas, ya casi un mes el discurso ha sido más o menos similar. La quinta ola no es como las anteriores. No, claro, no lo es porque es la quinta. No es ni la cuarta ni la tercera ni la segunda ni, por supuesto, la primera. Pero la quinta ola, que algunos auguraban como olita, da la sensación de que se nos está yendo de las manos. Tanto que cualquier día el Constitucional le pide al Gobierno que decrete otro estado de alarma, que lo de la sentencia, pues pelillos a la mar.

La quinta ola era diferente porque se centraba en esos jóvenes culpables de querer soltar amarras y dejarse llevar; era diferente porque las residencias de mayores estaban blindadas contra el virus; era diferente sobre todo porque, frente a las anteriores, esta no tendría impacto en la presión hospitalaria y por la vacunación.

Cada vez se parece más a la cuarta, a la tercera, a la segunda y a la primera.

Hace unos días, cuando circularon por las redes los vídeos de grupos de jóvenes reunidos en el parque del Ebro de madrugada (de botellón según unos; socializando, según otros), el sector hostelero aseguraba que reclamarían patrimonialmente contra la delegada del Gobierno y la consejera de Salud porque, a la hora de imponer restricciones, priorizaban el criterio de incidencia y no la presión hospitalaria.

En tres días, los pacientes ingresados por COVID prácticamente se han duplicado (de 22 a 40). Igual tienen razón y hay que tomarse más en serio ese indicador. Antes de que sea tarde, claro.

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