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Trump, Omarosa, la actriz porno y la prensa

El ataque a la libertad de los periodistas no lo inventó él, pero en el lodazal se mueve como nadie

MIKEL MANCISIDOR PROFESOR DE DERECHO INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS EN LA AMERICAN UNIVERSITY

Lunes, 10 de septiembre 2018, 23:44

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La paradoja es que Trump, mintiendo, no engaña. Llegó a la Casa Blanca mintiendo y enmarañando medias verdades, y continúa haciéndolo como presidente. Le va tan bien que miente cada vez más: según el conteo del 'New York Times', en junio y julio ha empleado una media de 16 mentiras o medias verdades diarias, cuando al principio de su mandato la media era de cuatro.

Es Trump regular en la inconsistencia, constante en la falsedad, y muestra lealtad al personaje mentiroso, machista y racista que fue elegido. Por eso no son efectivas las denuncias de Omarosa Newman, su exasesora negra, sobre sus expresiones racistas o machistas: no porque no sean creíbles o dudemos de que el presidente guste de ellas, sino porque sabemos ya que es racista y machista y lo sabían quienes lo votaron. Cuando Trump contraataca llamándola «perra», desactiva por elevación el daño de la polémica. Es como quien apaga el fuego en un pozo petrolífero con una explosión que acaba con el oxígeno: el oxígeno de una democracia son las formas, el respeto institucional, las normas, la prensa libre, el respeto por la verdad y el interés público. El secreto de Omarosa no es si el presidente es machista o racista, sino por qué, sabiéndolo, lo legitimó, lo apoyó en campaña y se sumó a su equipo presidencial, siendo ella, según dice, tan sensible a estos aspectos.

Lo mismo cabe decirse de la reciente confesión ante el FBI del abogado personal de Trump reconociendo haber pagado en campaña el silencio de dos actrices porno que habían prestado sus muy especializados servicios al presidente. No podemos esperar una pérdida de confianza en sus bases, puesto que cuando lo votaron ya sabían cómo es. La esperanza está en que la Justicia pueda encontrar un delito electoral en esta forma de pagar y hacer callar.

Algunas de las televisiones norteamericanas más importantes dedican programación permanente sobre las polémicas del presidente: de tanto dar vueltas ya da igual que el presidente mienta una, diez o mil veces. La batalla no está ya entre la verdad y la mentira, entre el rigor y la gratuidad, entre el hecho y la ocurrencia, entre el interés público y el personal, sino en quién conquistará y ocupará más mentes, no importa la forma. Y Trump en esto, con su inagotable grosería intelectual y moral, es efectivo. Haciendo enemigos aquí y allá, mintiendo, insultando y despreciando va por el camino, fiel a su personaje, consolidando su presidencia. El daño a la democracia norteamericana es alto, pero Trump parece tan poco preocupado por lo que deja detrás como el caballo de Atila.

El presidente ha acusado a los medios de ser «enemigos del pueblo estadounidense» y «los seres humanos más deshonestos de la tierra», de «distorsionar la democracia» y de propagar un «odio ciego». Por eso 300 periódicos del país han reaccionado publicando coordinadamente, el mismo día, un severo editorial sobre este asunto.

Y por eso, en una inusual presentación conjunta, los Relatores Especiales sobre libertad de expresión de las Naciones Unidas y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han condenado los ataques de Trump contra la prensa libre y le han pedido que deje de minar el papel que desempeñan los periodistas: «Sus ataques tienen por objeto socavar la confianza en la labor periodística y sembrar dudas sobre hechos constatables». «Nos preocupa que estos ataques aumenten el riesgo de que los periodistas sean atacados con violencia». «No ha demostrado ni una sola vez que noticias concretas respondieran a motivaciones maliciosas», son dos frases de los expertos, que terminan instando «al presidente Trump a desistir de usar su posición con el fin de denigrar a los medios de comunicación».

Un recurso cada vez más frecuente en Trump, fantástica ironía, es la denuncia de las noticias falsas, terreno en el que tan bien se maneja. El juego consiste en enfangar todo entre insultos, medias verdades o mentiras enteras hasta que enlodado el escenario nadie pueda ordenar argumentos y todo quede en una guerra de bandos, en una cuestión de adhesión personal y acrítica al líder o referente favorito, abandonando ya por completo los argumentos y las evidencias, que no tienen valor en el debate del trumpismo: sirve lo mismo un hecho que un rumor; lo que sucedió que lo que me imagino que pudo haber sucedido; lo que pasó que los motivos que quiera yo atribuir; un documento acreditado que uno falseado. El círculo se cierra cuando Trump acusa a las academias científicas del país y a los servicios públicos de su propio Gobierno de noticias falsas y desinformación: sus sensaciones personales sobre el cambio climático valen lo mismo que los informes de la NASA o del comité de expertos de la ONU; sus suposiciones en relación al sida, al ébola o a la vacunación infantil valen lo mismo que el criterio del servicio público de salud, la OMS o el consenso de la comunidad científica tras decenios de investigación y debate transparente.

El ataque a la libertad de prensa es algo tan viejo como la propia prensa, pero esto que nos está pasando con la postverdad es una de las crisis del pensamiento crítico, de los valores de la ilustración, de los principios del humanismo, más serias de los últimos tiempos. No lo inventó Trump, pero en el lodazal se mueve como nadie: la falta de formación y rigor intelectual, la desvergüenza, el infantilismo, el egocentrismo y la falta de principios ayudan mucho a vivir exitosamente en esa pocilga y, al parecer, disfrutarlo.

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