Aunque estamos a mitad de agosto flota la sensación de que se acaba el verano, este tiempo que no ha sido verano ni ha sido ... nada y que se larga llenándonos las tardes de truenos y nubarrones. Hay una liturgia en las tormentas: primero una energía que va creciendo, una electricidad que sientes en toda su pesadez y que va formando montañas algodonosas y negras por todo el cielo. Luego se para el viento y cae una primera gota grande y fría, interrogante, que te aterriza en el brazo o en la coronilla, y a partir de ahí se desata el tamborileo y el espectáculo.
Yo termino las vacaciones más raras de mi vida pensando otra vez en lo de siempre, en que el verano no es más que una rotonda que nos deja invariablemente en el mismo punto del que salimos. Damos la vuelta y regresamos a la monotonía del calendario, a esa rutina que vuelve a traernos días llenos de obligaciones. Al menos en Briones teníamos el consuelo de las Fiestas del Cristo; nos despedíamos con la vista puesta en ese oasis, porque en pleno arranque del curso la fiestas eran un espejismo hecho de toros de fuego, noches frías de verbena, danzadores y resaca. Este verano sin fiestas también nos arrebata ese bálsamo, y así es como debe ser.
Parece 1816, que tampoco tuvo verano por culpa de un volcán que reventó en Filipinas y que, al inundar el cielo de cenizas, trajo frío a los meses de calor. Aquello pasó a la Historia por lo meteorológico y por los frutos literarios que produjo, porque varios escritores hartos de la lluvia y del mal tiempo se confinaron para escribir relatos de los que luego nacieron 'Drácula' o 'Frankenstein', pero esa es otro asunto. En 2020 el volcán estaba en Wuhan, explotó y nos ha llenado la vida de dudas y nubarrones, pero ahí está el personal, disfrutando en bañador como cuando de chavales saltábamos a la piscina en alguna de esas tardes de diluvio. «¡Que no pasa nada, métete ahora, métete que con tormenta está el agua más caliente!» nos decíamos entonces; qué idiotez y qué inconsciencia.
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