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Terrorismo machista

La erradicación de la violencia contra las mujeres compromete a toda la sociedad y requiere una educación en la igualdad real

Domingo, 2 de diciembre 2018, 00:10

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Pese a la eficacia mostrada en el exterminio de seres humanos por el machismo asesino que anida entre nosotros, ninguna sociedad con un mínimo de dignidad puede plegarse con resignación a semejante sangría. Ni bajar los brazos ante la falsa creencia de que es un mal inevitable con el que resulta obligado convivir. La violencia contra las mujeres se ha cobrado más de 1.400 vidas en España en las dos últimas décadas. Aunque la cifra ilustra sobre los devastadores efectos de esta lacra, su realidad es todavía mucho más cruel. Porque a las víctimas mortales hay que añadir los miles de personas que subsisten aterrorizadas y en silencio a un calvario diario sin atreverse a denunciar a sus maltratadores. Las que han convertido el miedo en un inseparable compañero de viaje tras dar ese paso. Y las que, aun habiendo superado tal estadio, sufren todavía las cicatrices físicas o psicológicas que les ha causado una experiencia terrible prolongada en el tiempo como una pesadilla inacabable. Avergüenza reconocer que, en pleno siglo XXI y en un mundo civilizado como el que nos rodea, la mitad de la población siga siendo víctima potencial de la desigualdad, la exclusión y la violencia por parte de los hombres. De unas relaciones de dominación que no están condicionadas biológicamente por el género, sino construidas por hábitos sociales y culturales asentados. Como si la discriminación y la sumisión a los intereses y deseos de los varones fuesen consustanciales a las mujeres por su simple condición de tales. El terror machista es la expresión más extrema de la desigualdad de género, presente en múltiples aspectos de la vida diaria. La progresiva concienciación tanto de las instituciones como de la ciudadanía sobre la magnitud de este cáncer social y la urgencia de combatirlo con éxito ha permitido avances que sería absurdo discutir. Pero la batalla está muy lejos de ser ganada. Lo demuestra el drama que supone la muerte crónica de medio centenar de mujeres al año, según las cifras oficiales, como si fuera el balance de una epidemia cruel que se repite mecánicamente sin responder a los tratamientos que se le aplican.

Principios y ejemplo diario. Las administraciones disponen de una batería de recursos legales, preventivos y de ayuda que se han demostrado insuficientes para salvaguardar la vida incluso de víctimas que habían advertido por los cauces habilitados que la suya estaba en peligro. Los clamorosos fallos en el sistema de protección detectados tras algunos crímenes son sencillamente intolerables. Los poderes públicos tienen la obligación de identificar y corregir sus carencias en este terreno, aplicar de forma estricta las leyes, mejorarlas en lo que sea preciso y reforzar los recursos disponibles para luchar contra los feminicidios. Pero todo ello no resolverá por sí solo este gigantesco problema mientras no cale de verdad en la sociedad, más allá de las meras palabras, que los varones y las mujeres tienen la misma dignidad humana. Que son personas con los mismos derechos, sin que puedan establecerse entre ellas relaciones de subordinación o dependencia en función del género. La educación en la igualdad ha de estar en la base del combate contra la suprema injusticia que representa violencia machista. Un proceso en el que es preciso combinar los principios con el ejemplo en el día a día, lo que implica un reparto de roles al margen de estereotipos propios de otro tiempo. Erradicar la violencia contra las mujeres ha de ser un reto compartido como sociedad; una tarea que nos compromete a todos en el día internacional, que se celebra hoy, y el resto del año. A todos nos agreden cuando agreden a una mujer. En manos de todos está acabar con semejante aberración.

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