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Talentos

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JOSÉ MARÍA ROMERA

Sábado, 10 de febrero 2018, 22:59

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Cuando llegó la moda de los 'talent show' algunos celebramos con un contenido regocijo que por fin la televisión de masas ejerciera funciones pedagógicas. Enseñar deleitando empezaba a parecer posible. En plena cultura del éxito, ofrecer modelos de gente que llegaba a lo alto por sus propios méritos y no debido al azar o a la fama circunstancial ya era un paso de gigante hacia la dignidad del medio. Pronto se vio que el formato de esa clase de programas tendía al embuste, y que ni siempre favorecían el mérito ni las habilidades en juego iban más allá de lo meramente circense. Es el precio del 'mainstream', que es como llaman ahora a lo que siempre se ha llamado cultura comercial y del entretenimiento. Con eso y con todo, había algo de ejemplar en unos espacios que lanzaban el mensaje de que merecía la pena sacrificarse, hincar los codos, poner esfuerzo y voluntad en lo que se hace. Y que redimían a la juventud de los clichés negativos al uso. Dentro de sus evidentes limitaciones, el 'talent show' representa el contrapunto de esa otra telerrealidad que congrega a holgazanes embrutecidos por la sobreprotección familiar y el consumo de anabolizantes en torno a otros parásitos del mismo pelaje que solo aspiran a vivir del cuento. Visto el éxito de la última edición de OT, estos días se libra en la izquierda ortodoxa un vivo debate entre dos posturas. Una es la de quienes lo consideran un producto digno, popular y por tanto igualitario, que valora el esfuerzo y exalta valores humanos positivos. La otra sostiene que estamos ante los mismos perros con distintos collares: una mercancía urdida por las multinacionales de la industria discográfica para afianzar sus modelos económicos. Puede ser. Pero que un programa de gran audiencia muestre no solo el brillo de los escenarios sino también la exigente trastienda de las aulas, los ensayos, las pruebas inacabables, los profesores y los tropiezos en el camino merece todos los elogios. Llamarlos programas educativos tal vez sea pretencioso. Rechazarlos porque los méritos musicales quedan a menudo sepultados bajo capas de exhibicionismo y de sensiblería empalagosa, injusto. El solo hecho de que los encaminados a la final de OT carguen en su mochila con años de disciplinada formación artística es razón suficiente para que el espectador sensato lo mire con simpatía. Ojalá cundiera el ejemplo y en un futuro las cadenas programasen nuevos 'talent show' de contenidos no solo musicales y culinarios sino también científicos, técnicos o literarios. Al fin y al cabo una sociedad se retrata a sí misma en aquello que recompensa, ¿no es cierto? Lo que no acaba de convencer es que el premio final lo decida la gente y no los especialistas. Conceder los sobresalientes por votación popular es una concesión a la demagogia que choca con el propósito educativo del programa. No se puede pedir todo.

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