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Siempre ha habido clases

Siempre ha habido clases

JULIO ARMAS

Domingo, 18 de febrero 2018, 00:55

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No me gusta comer solo. El otro día, por esas cosas que tiene la vida, me tocó hacerlo. Fui a un restaurante y me llevé nuestro periódico para entretener el tiempo entre plato y plato. Unas patatas con chorizo, unas manitas de cordero y un poco de queso oleado de Cameros fue lo que pedí y lo que, poco a poco, me fueron trayendo.

Esperando las patatas abrí el periódico. En él se hablaba de Madrid Fusión. En palabras de Pablo García Mancha: un «escaparate gigantesco y casi inabordable sobre el mundo de la gastronomía y la cocina». Mientras doblaba la hoja del periódico me trajeron un platito con unas tiritas de pimientos asados. «Toma, para que no te aburras», me dijeron. Picaban un pelín de nada pero estaban buenísimos.

Leí que, en eso de Madrid Fusión, un cocinero que se andaba preguntando cómo podría conseguir ablandar las cáscaras de los crustáceos mediante procesos naturales había encontrado la respuesta en una mezcla de agua, encimas y vinagre. Al parecer así demostraba que el exoesqueleto de una cigala se convertía en un crujiente envoltorio para su carne. Carne de cigalas envueltas en sus exoesqueletos. ¡Qué cosas!

Me trajeron el plato de patatas con chorizo; caldositas, un poco alegres, blanditas, pero no remostadas, como me gustan a mí. Una delicia. Me olvidé de los exoesqueletos y me dediqué a lo mío antes de que se enfriara. No unté, porque está feo, pero ganas me dieron de rebañar el plato. Más vale una vuelta por aquí que dos por El Espolón, decía mi abuelo en estos casos y razón llevaba.

Vinieron a retirar el plato y bebí un sorbito de crianza. Noventa tempranillo, diez garnacha. Celestial. Volví al periódico. En Madrid se había presentado un cocinero que había desarrollado un sistema de hacer hilos con la piel del pescado, cosa esta que al parecer le permitía quitar la piel a una morena, sacarle la carne para desespinarla, devolverla a su envoltorio natural, cerrarla y asarla. Mientras lo leía recordé una morena en adobo que hace tiempo comí en un chiringuito de Cádiz. Humilde. Con sus espinitas y todo. ¡Para morirse!

Me trajeron las manitas de cordero. ¡Para qué les voy a contar!, pequeñas, semigelatinosas, tiernísimas, con ese puntito justo de cocción que hace que la carne se desprenda del hueso pero sin que el hueso se deshaga. Una delicia.

Leí que, en Madrid, un cocinero había teñido de azul su revolución verde porque a raíz de sus trabajos con superalimentos, entre ellos la espirulina, había descubierto un pigmento que multiplicaba las propiedades nutritivas de los alimentos a los que se aplicaba. ¡Para que te jodas!

Se llevaron el plato que había contenido las manitas y me trajeron el queso oleado de Cameros. Semiseco, con su toque de acidez, una gloria de los Cameros... para qué voy a decirles yo algo que dijo mejor nuestro paisano Berceo: Unas tierras dan vino, en otras dan dineros,/ En aguna Çevera, en alguantas carneros,/ Fierro traen en Alava e cunnos de azeros,/ Quesos dan en ofrendas por todos los camberos.

Acabé de comer. Me esperaba el café y, de espuela, el culín de vino que me quedaba en la copa. Fui a doblar el periódico y entonces leí que esta XVI edición del Congreso Internacional de Gastronomía Madrid Fusión había sido una de las ediciones con menos presencia riojana. Al parecer nuestros cocineros solo habían estado en la final del campeonato de croquetas. Menos mal. Todavía hay clases. Esperanzado salí del restaurante. Hasta el domingo que viene, si Dios quiere, y ya saben, no tengan miedo.

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