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DIEGO CARCEDO
Martes, 8 de mayo 2018, 23:44
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Cada vez nos cuesta más entendernos. Entre las expresiones tecnológicas o modernillas que nos invaden el vocabulario -gadgets, big data, start-ups, fake news, hípsters, dreamers...- y referencias cronológicas cabalísticas, hablar sin un diccionario pijo en las manos se empieza a volver difícil. Es cierto que casi nada de lo antiguo era mejor, pero para situarnos en el cuándo y el dónde de los hechos, antes lo tenían menos engorroso. Para empezar, siempre contaban con el recurso de los santos.
Los santos servían para poner nombre a los bebés. En algunos lugares los padres no se complicaban la vida: si era niño, el santo del día -Elpidio, Hilario, Telesforo, Atalo...- en fin, el que abriese el santoral. Y si era niña, pues lo mismo -Dalmacia, Teonila, Rogelia, Benilda...- alternando con alguna advocación local a la Virgen María -Camino, Covadonga, Candelaria, Monserrat, Montaña, Arantzazu, etc-. Era sencillo y práctico, pero ahora no se lleva. Y es una suerte que los adolescentes no valoran, porque llamarse Romualdo debe de pesar.
Ahora se imponen nombres de importación, nombres que dan imagen de modernidad, de estar al día. Alguno cuesta escribirlo y hasta recordarlo pero no importa: suenan chic y la verdad es que está bien. Con las calles y plazas ocurre lo mismo. Las plazas se las decoraba con héroes nacionales en plan ecuestre, mostrando el ejemplo a las nuevas generaciones de su aire marcial y su talante resolutivo en la defensa de la patria. Lo malo es que ya no se hacen plazas.
Las rotondas han cambiado las normas de circulación y la fisonomía de las ciudades. Un pueblo sin rotondas en sus accesos es inimaginable. Las rotondas tienen la ventaja de que no hay que bautizarlas. Se les plantan unos geranios alrededor y en el centro se coloca una escultura preferentemente de algún artista local al que la alcaldía quiera reconocer la inmortalidad de su obra y asunto resuelto.
Las calles, en cambio, sí tienen nombres y, además, de quita y pon. Nombres de circunstancias. Los de corte religioso perduran, a duras penas aunque perduran, pero los otros están al servicio de la coyuntura política. Mantenerlos a menudo es un insulto a la inteligencia colectiva y cambiarlos divide al personal y cuesta un pastón: al municipio, porque tiene que comprar y colocar las placas, y a los sufridos ciudadanos porque necesitan cambiar sus direcciones.
Actualmente, lo último de lo último, lo que de verdad mola, son las combinaciones enigmáticas de siglas de días y meses convertidos en sobresaltos. Así nuestra memoria colectiva se va saturando de expresiones, a simple vista cabalísticas, y en conjunto enmarañadas: igual sirven para perpetuar un referéndum ilegal que un ataque terrorista o una sentencia judicial polémica. Inauguró la lista el 23-F, siguió el 11-S, el 11-M, el 1-O, el 17-A, el 27- O. Lo bueno es que interpretarlas obliga a pensar.
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