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Salón fotográfico

BERNARDO SÁNCHEZ

Sábado, 13 de enero 2018, 23:36

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Existía un mundo completo antes del selfie. Con todo: gente, lugares, establecimientos, calles, mobiliario, acontecimientos, sucesos, todo. La fotografía da fe de ello. Porque la fotografía formaba parte de ese mundo. Estaba dentro. Y fuera. Como un extraño. A una distancia prudencial. Era también, de hecho, un pequeño acontecimiento de ese mundo. O no tan pequeño. Incluso a veces la fotografía hacía más grande lo pequeño, que lo es casi todo en esta vida: la cara que se nos queda, sin ir más lejos, los muebles. La fotografía nos ha ayudado muchas veces a salvar los muebles. Algunos insalvables. Y la ropa y los gestos y las costumbres y la familia. Se puede comprobar en la Exposición «El rostro de una ciudad» (la nuestra, Logroño), que bajo el cuidado técnico, escénico y poético de la Casa de la Imagen, muestra y edita en la Sala de Exposiciones del Ayuntamiento una parte pequeña pero sustancial -sustancial hasta la médula- de los Archivos de Jalón Ángel y Payá entre 1935 y 1970. En ella queda patente que la gente y las cosas de disponían, se endomingaban, se plantaban delante del aparato fotográfico y del fotógrafo. Y de su retoque, que era como una suerte de certificado de autenticidad pictórica. Las personas, en compañía o no de los suyos y de sus atributos (prendas, joyas, objetos, mascotas) se dejaban -como antes delante de los pintores- retratar. Retratarse viene de retractarse; o sea, de retraerse; y retraer significa volver a traer. La fotografía, por definición, suponía ese volver a traer, esa devolución, al cabo de unos minutos o días de revelado y positivado: el tiempo necesario para volver a traer, fijado, lo que vio la cámara (y así lo vio, título del libro de Jesús Esteban, aquí traído para la ocasión). La Exposición vuelve a demostrar cómo la fotografía es, por encima de otras consideraciones, una forma de artesanía temporal, y que va acorde a la propia noción del tiempo. ¿Cuánto dura el tiempo? La fotografía se 'revela' como uno de los datos más elocuente sobre su medida y naturaleza. En el apartado del catálogo dedicado a la escasez, reciclaje y desaparición de placas y soportes se cuenta cómo -a lo largo de la historia de la fotografía en España- innumerables negativos de celuloide acabaron convertidos en flejes para carteras de Ubrique o en pasta para suturar monturas de gafas; y las placas de vidrio en cristal para las farolas. La fotografía también va a la par de la noción de individuo y a la noción de motivo fotográfico. Y del individuo como motivo fotográfico. La motivación ha cambiado radicalmente, y del retrato, de la devolución (como certificado, como testimonio, como máscara) y de la materialidad de la copia, se ha pasado al autofotomatón y a la proliferación inmaterial, urbi et orbe. Del retraimiento original se ha pasado a múltiples dispositivos de imagen que entre el narcisismo y la video vigilancia abundan en la autorreferencialidad. La fotografía es ya otro palo. De selfie. Pues ahora que sin haber acabado de dar las doce campanadas se clican en cualquier domicilio logroñés centenares de fotografías, sólo en los primeros segundos del año nuevo, muchas más fotografías que segundos, que uvas, que campanas, que latidos de corazón, les invito, si no lo han hecho ya, a que visiten el 'salón fotográfico' abierto por «El rostro de una ciudad», que es también nuestro rostro. Si usted no encuentra el suyo, es que está en medio de otras dos fotografías. Latente. Hablando de la impresión temporal (una fotografía es naturalmente una impresión) comentaba yo con Jesús Rocandio el día de la inauguración una paradoja, creciente a medida que recorría el 'salón': me parecía un Logroño más perdido, casi imposible de volver a traer, el que, sin embargo, era más cercano en fechas; el que comenzaba en los años setenta, el que ya me alcanza a mí de lleno (pero al verlo ahora, de vacío). Me daba la impresión de que ni el mejor director artístico podría recuperarlo. Veo esa ciudad, ese solar que se empieza a amueblar en los setenta y soy incapaz de reconocer cuándo tuvo lugar y si yo estuve allí. Tengo que mirarme en el espejo del Cine Sahor para retraerme con alguna certeza. Sí, sí creo que hay un tipo sentado en una butaca y que se parece a mí. Pero poco más. Es curioso, veo el Logroño de las fotografía de Lorza, de Loyola, de Muro, de los Garay, a los que Rocandio dedicó otras muestras memorialísticas en las Navidades pasadas, y me parece más próximo que el que me es casi inmediato. Y que desapareció como se cambia un escaparate. Me encanta el concepto de Salón fotográfico. Tanto o más que el de Rallye Fotográfico, que ahora sé no se trata de una partida de fotógrafos a la carrera sino de un circuito emocional y estético alucinante, como el que traza esta Exposición.

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