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La reintegración de los políticos a sus ocupaciones ordinarias tras haber dedicado unos años al servicio público debería ser algo tan lógico, natural y asumido que no tendría por qué merecer la consideración de noticia. El entendimiento de la política como una alta ocupación temporal -y no como una profesión para toda la vida- es esencial para el cabal funcionamiento de la democracia, como ya intuían los atenienses del siglo V antes de Cristo. Y, sin embargo, en la España del siglo XXI está lejos de ser así: políticos de todas las siglas se enzarzan en batallas internas angustiosas y crudelísimas para asegurarse un puesto que les garantice unos años más de supervivencia pública. Son pendencias intestinas que se suelen librar con cierta discreción, pero que dejan heridas profundas en los partidos (y en su credibilidad) y que en ocasiones afloran ofreciendo espectáculos muy poco edificantes. La política debería entenderse como un paréntesis enriquecedor al que se enfrenta alguien que ya tiene una profesión y que sabe que en unos años volverá a ejercerla, huyendo de la tentación de quedarse enredado para siempre entre los oropeles del despacho con ujieres y del coche oficial.

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