Habitualmente, las críticas a la precariedad laboral y a los bajos salarios se hacen desde perspectivas económicas, de justicia social o incluso de impacto en la productividad. Menos veces se hacen desde un ángulo tan importante como es la de la salud. Recientemente hemos presentado una encuesta –fruto de la colaboración entre la Universitat Autónoma de Barcelona, el grupo de investigación POWAH, el ISTAS-CCOO y la Fundación Primero de Mayo– que aborda las 'Condiciones de trabajo, seguridad y salud en el contexto del COVID-19'. Este informe fue elaborado por primera vez en abril de 2020 y lanzaba un resultado concluyente: la situación de la pandemia había implicado un empeoramiento generalizado de las condiciones de trabajo y los indicadores de salud de las personas asalariadas hasta límites nunca antes cuantificados.
En 2021 hemos elaborado por segundo año consecutivo la encuesta COTS basada en 25.100 respuestas que arrojan conclusiones igualmente de mucho interés. Entre todos los datos que aparecen y que se pueden analizar en el propio documento me interesa destacar alguno. De forma singular, la permanente relación entre los peores resultados en la salud de las personas con su situación de vulnerabilidad por tener bajos salarios. Podemos afirmar que la precariedad contribuye a la enfermedad; que las condiciones de trabajo son un factor determinante de salud pública; que una parte muy relevante de las personas trabajadoras hacen su actividad con 'alta tensión'.
Algunas de las variables que se analizan conllevan datos tremendos. Más de la mitad de las personas trabajadoras señalan que su salud ha empeorado en el último año. Esto afecta algo más a las mujeres y a quienes están trabajando con un salario que no cubre sus necesidades básicas. Además, el 60% presenta un alto riesgo de mala salud mental. Afecta más a las mujeres, aún más a las personas entre 16 y 34 años, pero alcanza aún mucho más a aquellos con un salario que no cubre sus necesidades básicas (el 73,8% de los encuestados).
Entre quienes declaran tener problemas de sueño también los datos se incrementan entre aquellos que reconocen tener bajos salarios. Cuando se pregunta por el consumo de tranquilizantes, sedantes o somníferos, la pauta se repite: el 18,6% de las personas con salarios insuficientes declaran consumir este tipo de sustancias, frente al 10,8% entre cuyo salario sí cubre las necesidades básicas.
Además de estas respuestas hay dos elementos de gran interés cualitativo. El primero tiene que ver con las personas que trabajan en situaciones de 'alta tensión'. Por 'alta tensión' entendemos la combinación de dos factores. Uno es que se tiene que desempeñar más trabajo que el que se puede hacer en el tiempo asignado. El segundo alude a la escasa influencia del protagonista en la toma de decisiones sobre sus tareas y las pocas posibilidades de aplicar habilidades y conocimientos, así como de aprender claves al realizar las tareas laborales.
Pues bien, este dato se ha disparado en pandemia. Si según la Encuesta de Riesgos Psicosociales en 2016 el trabajo en situaciones de 'alta tensión' afectaba al 22,3% de la población asalariada, en esta encuesta la ratio se eleva al 45,8% del total de respuestas. El trabajo en situaciones de 'alta tensión' está comúnmente relacionado con enfermedades como la cardiopatía coronaria (puede ser un 34% más frecuente en esta situación laboral), el infarto cerebral (un 24% más), o la posibilidad de padecer ansiedad o depresión (un 82% más frecuente según revisiones publicadas en revistas científicas).
Por tanto, decir que las condiciones de trabajo son un factor de deterioro de la salud pública de primer orden no es ninguna exageración. Y esto es muy importante señalarlo porque en general se vinculan nuestros niveles de salud a actitudes de carácter individual (hábitos alimentarios, rutina de hacer deporte o no, consumo de tabaco o alcohol, etcétera) y no a factores estructurales como el tipo de trabajo que desempeñamos y las condiciones del mismo.
El segundo elemento cualitativo que quiero subrayar son las inseguridades que se manifiestan respecto a la estabilidad en el empleo y las condiciones de trabajo. Teniendo en cuenta que de las personas que respondieron a la encuesta el 79,7% tenían un contrato indefinido, el riesgo percibido respecto a perder su trabajo aparece como un factor de inseguridad secundario respecto a otros. Sin embargo, el temor a no encontrar otro empleo en caso de perder el actual afecta al 75% de los consultados.
Es recurrente referirse al desempleo, la temporalidad y los bajos salarios como señales características de nuestro modelo laboral. Hacerlo desde la perspectiva del cuidado de la salud debiera ser un aliciente para reforzar la agenda de reivindicación sindical.
Emplazo a analizar en esta encuesta cómo todas las variables consultadas (ir al trabajo con síntomas de COVID; trabajar sin medidas de protección adecuadas, alta tensión laboral, salud general, riesgo de mala salud mental, problemas de sueño, consumo de fármacos, tranquilizantes o analgésicos opioides) arrojan peores datos entre quienes afirman tener salarios insuficientes para su día a día.
Pero, ojo, también muchos de esos parámetros afectan de forma más intensa a las franjas de edades de gente más joven, alejando por tanto ese tópico de generaciones despreocupadas e inconscientes.
Sin duda, la mayor inestabilidad en sus empleos, sus menores salarios y la interacción con otras problemáticas que determinan su vida material (no es aventurado pensar en el precio de la vivienda y las dificultades de autonomía vital que conllevan) pueden explicar buena parte de estos datos.
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