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La patria ensangrentada

No basta con proclamar que nada debemos a ETA. Es ETA la que nos debe todo y esa deuda no está saldada. No hay intercambio de prisioneros porque los presos legítimamente condenados no pueden canjearse por los cadáveres de sus víctimas

JAVIER ZARZALEJOS

Lunes, 14 de mayo 2018, 00:08

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De todo lo dicho por ETA estos días, lo único verdaderamente de agradecer es que haya declarado que «no será más un agente que manifieste posiciones políticas». Es un alivio que en el futuro quedemos dispensados de la atorrante logorrea de la banda en forma de entrevistas a encapuchados, comunicados inacabables, monográficos del 'Zutabe' y demás expresiones de su avejentada retórica revolucionaria a la que han querido quitar arrugas añadiendo a la retahíla habitual de lo que tiene que ser Euskal Herria (reunificada, independiente, euskaldún, socialista) que además sea 'no patriarcal'.

ETA ha querido rebañar lo que le quedaba de notoriedad. En ese empeño ha estado sostenida por la industria de la mediación que exhibió la foto del viernes en Cambo-les-bains para seguir haciendo caja; le han acompañado sedicentes 'artesanos de la paz' que avalaron sin rastro de vergüenza las anteriores mascaradas de la banda con sus ridículos desarmes. Pero también contaron los terroristas con otras presencias que siguen buscando tergiversar el final de ETA como si fuera el resultado de un sofisticado proceso de negociación.

ETA se ha 'autoamnistiado' y pretende que su comunicado final se convierta en el decreto que hagamos nuestro, de una u otra manera, para pagarles a los terroristas su fiesta final en forma de impunidad. Desconfiemos. Los padrinos de Cambo no van a volverse a sus despachos sólo para ver a quién pueden venderle ahora que le van a salvar de la violencia con sus dotes mediadoras. Nos aguarda no sólo una estrategia política que buscará rentabilizar todo esto sino una presión de perverso buenismo para exigir que la ley no estropee este momento tan bonito de paz y reconciliación, dicho sea con toda la ironía. De nuevo, va a aparecer esa subcultura política que durante tantos años se ha alimentado, según la cual la ley en el País Vasco no es el fundamento de la paz civil, sino un obstáculo para conseguirla y como tal debe ser echada a un lado.

Y, sin embargo, hay que insistir. No basta con proclamar que nada debemos a ETA. Hay que añadir que es ETA la que nos debe todo y que esa deuda no está saldada. No ha sido esta una guerra civil, entre otras razones porque para los terroristas sus víctimas eran 'txakurras' o traidores, pero no parte del mismo pueblo. No hay intercambio posible de prisioneros porque los presos legítimamente condenados no pueden equipararse ni canjearse por los cadáveres de sus víctimas. No ha habido una guerra civil sino una agresión persistente y alevosa contra la vida, la libertad y la democracia que ETA ha querido destruir. Esto no es un trasunto de Bergara; ni hay abrazo ni lo debe haber.

Ahora ETA quiere incorporarse al altar de la patria y figurar como un valioso eslabón en esa secuencia de odio interminable y de lucha heroica contra España por la libertad de los vascos, en esa historia sin solución de continuidad desde la batalla de Arrigorriaga hasta Hipercor, la casa cuartel de Zaragoza o aquel paraje de Lasarte en el que apareció agonizante Miguel Ángel Blanco. No han faltado ni van a faltar los que se esfuercen en convertir el escenario de un crimen en el campo de una batalla honorable. Por eso la importancia del denominado relato que, sin embargo, no debe ser una manera de devaluar la terrible importancia de lo ocurrido en esta tierra. La tragedia sufrida y la lucha para acabar con ella necesitan, sin duda, una historia bien contada. Pero es mucho más que eso: es el fracaso moral de décadas de una sociedad intoxicada hasta la embriaguez por la violencia, incapaz de reconocer los verdaderos modelos de virtud cívica y personal, ciega ante exigencias humanas elementales de solidaridad.

Y si vamos a hablar de relato, no se puede ocultar una verdad incómoda. Porque el relato de ETA no es de ETA ni nació con la banda. El relato de ETA es el relato central del nacionalismo, tanto en su explicación del pasado del pueblo vasco como en su función de legitimación histórica de la violencia terrorista. Esto es así desde que, con ETA, en palabras del antropólogo Joseba Zulaika, la violencia se convierte «en el ritual autoafirmativo de la comunidad vasconacionalista». Pero precisamente la comunidad vasconacionalista olvidó la admonición del lehendakari José Antonio Aguirre cuando afirmó: «Si nuestra causa costara una sola gota de sangre ajena, yo dejaría de ser nacionalista», y tampoco tuvo en cuenta a Ajuriaguerra cuando en los primeros años de la banda advirtió que ETA era «un cáncer que había que extirpar».

Ese relato sólo será posible articularlo si el nacionalismo se aviene a una cura de desintoxicación de la cultura de la violencia desarrollada ante su mirada comprensiva hacia los que la practicaban; si vuelve hacia las víctimas una mirada de reconocimiento moral y no sólo de pena sobrevenida; si reniega del «ancha es Castilla» con el que sus dirigentes invitaban a marcharse y emigrar a los que disentían del nacionalismo obligatorio; si reintegra a los miles que tuvieron que cortar sus raíces para escapar a la barbarie y la extorsión. Con cientos de víctimas mortales, miles de heridos y decenas de miles de desplazados, que ahora lo primero que se les ocurra a algunos sea discutir si hay que acercar o no a los presos da idea de lo desenfocado de muchas percepciones.

Ese relato del que tanto hablamos solo será auténtico y reparador si el nacionalismo deja de negar la patria vasca a los que no somos nacionalistas y la entendemos como parte de la patria española. Un relato que sólo cerrará el libro negro de ETA si rompe esa fabricación de la historia vasca en la que 'el conflicto' se presenta como clave legitimadora de la violencia. Porque en ese relato la única patria que se considera deseable hasta justificar el crimen es la patria negada a muchos, y peor aún, la patria ensangrentada, la de 'Ternera' y 'Anboto'.

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