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PARQUES TEMÁTICOS

TERI SÁENZ

Domingo, 27 de mayo 2018, 00:47

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El yayo Tasio coincide con ellos a primera hora de la mañana. Después de desayunar su sagrada leche caliente con sopas de pan, el abuelo se acicala para salir a dar un paseo que siempre le conduce al centro de la ciudad. Allí se sienta en un banco a diseccionar el periódico y, con mucha suerte, atrapar un rayito de sol. No tiene que esperar mucho. Prácticamente todos los días de labor asoma por allí una excursión de alumnos de algún colegio. Niños pequeños que llegan con las legañas aún puestas amarrados a la chaqueta del compañero de delante, como una procesionaria infantil que cimbrea y a veces se rompe hasta que el rezagado acelera el paso para rehacer la formación. Los mocetes aterrizan en la zona cero de la visita con los ojos como platos. Observan el corazón de la misma ciudad donde viven igual que quien explora un planeta lejano. Se sorprenden con las piedras antiguas, las calles estrechas, las casas sin piscina ni ascensor y los rosales con espinas que pinchan. Un parque temático de su propia vida. Hacen un montón con las mochilas y echan a correr por la plaza dejando un reguero de olor a Nenuco. Se esconden, se empujan. Se pegan, se abrazan. El maestro vigila que los daños colaterales no excedan de rodillas raspadas o alguna lágrima derramada por unos papos gordos. Tasio ve al rato cómo dan cuenta del almuerzo. Recogen la basura y se van. El centro se queda entonces huérfano de esa savia. De gritos y miradas inocentes. Y el yayo también, que permanece en el banco observando cómo el mismo lugar va recibiendo otros visitantes que lo convierten en otros parques temáticos. El dedicado al botellón, el de las despedidas de solteros, el de familias comiendo pinchos, el de turistas foráneos. El de turistas dentro de su propia ciudad.

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