No sé quién es Virginia Ortiz Riquelme, pero el miércoles, en el Funeral de Estado supuso el momento más alto; el que elevó el acto ... a la altura de Funeral de Estado. Incluso elevó el nivel del estado de cosas en que nos venimos moviendo en nuestro en país. Esta mujer, su presencia y palabras, nos sacó por unos minutos del fango; de la dana enlodada que nos anega. De nuestros representantes allí comparecientes, la verdadera representante resultó ser ella. Su rectitud, su templanza, su elegancia, la perfección de su discurso. Su majestad. Porque eso es majestad. La que demostró Virginia Ortiz Riquelme el miércoles. Evocando la pérdida de su primo. E inmediatamente, todas las víctimas fueron su primo. Y nosotros, las primas de todos ellos. No hablaba de un padre, de un marido o de un hijo. Era su primo, que murió en Letur. E incluso ese grado de distancia de parentesco, un primo, confería a su razón una dosis formidable y conmovedora de amor y rigor. Allí estaba Virginia Ortiz Riquelme para defender la memoria de su primo arrastrado por las aguas y por una torrentera de negligencia. Y lo que dijo, sobre todo el párrafo con el que cerró su intervención –«No fue este fenómeno el causante de la catástrofe que hemos sufrido...»– una pieza mayor, muy mayor, inmensa, un clásico instantáneo de la razón civil, de la moral pública, capaz de salir a flote, de asomar la cabeza tras la calamidad. Un párrafo, un yo acuso, que habría que esculpir en mayúsculas en las paredes de los parlamentos, de los colegios, de las calles. Incluirlo como una adenda en la Constitución. Y memorizarlo –«Es quien omite su deber a sabiendas de que su omisión puede suponer la pérdida de vidas humanas...»–. Frases que podrían parecer dictadas desde hace siglos por la filosofía áurea; que podrían pertenecer a la literatura más excelsa del derecho, como traducidas de un latín sagrado –«... quien cometió el acto primigenio que deriva en esmuertes...»–. «Acto primigenio»... Es como escuchar a una letrada magistral. No olvidemos ni una letra de todo esto. Lo proclamó, lo inscribió la ciudadana Virginia Ortiz Riquelme el miércoles 29 de octubre de 2025, en Valencia. Vestida de negro, alta, pelo recogido, calmada. Con una solemnidad sencilla y a la vez contundente. Alzándose sobre un atril que tenía impreso en su bandeja de lectura el escudo de la Corona. No era para menos. Y delante de las banderas oficiales. Ella era la bandera más importante. Y estaba Virginia Ortiz Riquelme en el hueco de un inmenso espacio blanco, abstracto, no terrenal casi, de un frío extraño. Que contrastaba con el color del barro que aún no hemos podido borrar del recuerdo. Una arquitectura que vio resignificado todo su sentido y su uso. Una ciudad que lo era de las Ciencias y de las Artes, pero que el jueves fue ciudad de todos los muertos y de todos los vivos. Y las palabras de la prima de la víctima de Letur resonaron en ese hueco como una oración. Fue un gran cráneo ese espacio. Una bóveda como no hemos sentido otra igual. Dolía. En esa bóveda de diseño espacial, en los intersticios de su esqueleto, se activaron todos los ecos del drama. Los insultos e imprecaciones contra Mazón, por ejemplo, que parecían provenir de voces exteriores, de los asistentes, realmente solo provenían del interior de su cabeza. Solo resonaban en su interior. Percutían desde dentro. Y no se las podía sacar de la burbuja. En cambio, las palabras de Virginia Ortiz Riquelme se proyectaban en horizontal, bruñidas en una serenidad ya olvidada en las tribunas; esculpidas en una bellísima prosa –«... aquellos profesionales que recorrieron cuevas, zanjas y lodos buscando a nuestros familiares y que cumplieron su promesa de encontrarlos sin ser ya lo que solían»–. Un párrafo excelso... «Sin ser ya lo que solían...» Podría ser el último verso de un gran poema elegiaco. A Virginia Ortiz acabó aplaudiéndole la Reina, claro. De igual a igual. De Ortiz a Ortiz.
¡Oferta especial!
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión