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Mujeres

MARÍA ANTONIA SAN FELIPE

Viernes, 9 de marzo 2018, 00:37

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Aunque sorprenda, siempre es posible encontrar pequeñas islas de humanidad en el inmenso mapamundi global. Las buenas personas, las que deberían ser nuestros referentes suelen ser anónimos ciudadanos que actúan conforme piensan solo para satisfacción propia. Los verdaderos héroes no tienen conciencia de serlo, pero lo son.

He leído que una anciana de 93 años acaba de iniciar una estancia de tres semanas como cooperante en un orfanato de Kenia, al que durante años había estado haciendo donaciones. Tras enviudar a los 26 años, sacó adelante a tres hijos y ahora ha decidido cumplir con una tarea que siempre dejó pendiente. La prensa italiana la ha llamado Mamy Irma. Las fotos son enternecedoras. Irma circula por el aeropuerto arrastrando su maleta roja y apoyada sobre un bastón con destino a su misión de cooperante acompañada de su hija.

Esta abuela del mundo, esta admirable anciana, me ha recordado a esa generación de mujeres españolas, que se curtieron en los avatares de la vida durante la dura y larga posguerra, cuando la realidad del hambre y las penurias cotidianas contradecían la embustera propaganda oficial. Supieron como, Irma, administrar los ingresos de la casa mejor que nadie para sacar a los suyos adelante. Hacían tortillas sin huevo y sin patatas, aguaban la leche para prolongarla e inventaron el reciclaje con imaginación portentosa. Se reutilizaban cuellos y puños de camisas, los dobladillos crecían cada año, los abrigos siempre tuvieron dos caras y los zapatos se arreglaban con cartones. En cuanto hubieron matado el hambre comenzaron a esconder, dónde solo ellas sabían, ahorros para imprevistos o para que los hijos estudiaran. Siempre supieron que esa era la forma de igualar socialmente y lucharon sin desmayo. Aquellas mujeres valientes que trabajaban en casa y, en ocasiones, fuera aunque en muchos casos jamás cotizaron por ellas. Estas mujeres viven de exiguas pensiones, son las más bajas del sistema, pero una vez más, como Irma, nos han vuelto a dar un ejemplo de grandeza socorriendo, como siempre, a sus hijos en esta crisis de mierda.

Ahora, como ha escrito Juan Soto Ivars, «los putos viejos se han puesto en pie de guerra». Yo añado, quienes consiguieron lo que tenemos se han echado a la calle para defender su legado, lo han vuelto a hacer con la misma grandeza que superaron las adversidades de antaño. Pero hoy quiero hablar de ellas, de estas ancianas que manifiestan su enfado en las calles de toda España, porque estamos en vísperas del día de la mujer. A ellas, mujeres de hoy se lo debemos todo, al fin y al cabo disfrutamos su herencia. En circunstancias muy adversas, con abnegación increíble, fraguaron nuestro futuro y nos lo entregaron. Porque con su intuición nos hicieron rebeldes. Creyeron que nosotras, sus hijas y sus nietas, romperíamos moldes y cadenas. En ello estamos. Hemos avanzado mucho, no lo niego, pero no podemos sucumbir a la pregunta retórica de por qué nos quejamos. Esa no es la salida, sino la trampa.

Llevamos años, siglos, explicando lo obvio. Abramos los ojos, sobre todo las más jóvenes, porque queda mucha discriminación, visible y encubierta, aquí y en el resto del planeta. La desigualdad y la violencia persisten. Nos tocan el culo, nos matan, nos violan y nos venden. En las guerras somos moneda de cambio, arrasados los poblados se viola a sus mujeres, los fanáticos religiosos predican cómo hemos de vestir, con quien hemos de casar e incluso hay países en los que se nos niega el derecho a la educación. Aquí, en nuestro primer mundo, también hay mucha tarea por hacer ante vejaciones ocultas o explícitas. Pero hay algo que ya no podemos consentir: que se ridiculice nuestra lucha, porque esa es la forma de deslegitimarla. Este camino no es solitario como el recorrido por aquellas abuelas que nos soñaron libres e iguales. Por eso este 8 de marzo nuestra voz debe alzarse con fuerza en todo el mundo. Que cada cual contribuya con su grano de arena. Aunque lo nieguen, comienza un nuevo tiempo.

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