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TERI SÁENZ CHUCHERIAS Y QUINCALLA
Sábado, 23 de diciembre 2017, 23:13
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Hay veces, muy pocas, en que la muerte no es del todo absurda y el dolor provocado genera algún tipo de rédito. Sólo en ocasiones un fallecimiento sirve, por ejemplo, para descubrir a figuras tan ignoradas hasta entonces como encumbradas a posteriori. También de forma puntual sucede que un asesinato tiene la utilidad de revisar realidades cuyo desconocimiento es inversamente proporcional al tamaño mayúsculo de la tragedia. Es lo que ocurrió ahora hace justo veinte años con Ana Orantes. Unos días antes había acudido a un programa de televisión para hacer lo que otras muchas mujeres como ella no se atrevían: denunciar los malos tratos que sufría por su exmarido. El relato en sí no suscitó un eco excesivo. Lo que removió todas las conciencias fue la reacción del aludido, que después de gritar a quien quiso oírle que se vengaría, cumplió su amenaza atándole a una silla y rociándola de gasolina antes de quemarla viva delante de uno de sus hijos. El caso hizo caer un telón que casi nadie hasta entonces quería descorrer. El Código Penal se modificó, la prensa dejó de titular como crímenes pasionales los asesinatos machistas, todos cantaron a coro hasta aquí hemos llegado. Ni una más. Dos décadas después, la cifra de víctimas género sigue siendo intolerable. Es verdad, las puertas a donde se puede llamar para reclamar ayuda ya no se cierran. Pero también es verdad que más del 27% de jóvenes que ni siquiera había nacido cuando falleció Ana Orantes ve normal el maltrato con su pareja (sic). No se aprende a morir.
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