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Moral aplicada

El mundo del arte, el de la ficción resulta inofensivo, pero no me atrevería a decir lo mismo de la realidad

FELIPE BENÍTEZ REYES

Viernes, 8 de junio 2018, 22:59

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El ser humano tiende a exigir ejemplaridad al prójimo, al margen del grado de ejemplaridad que cada cual se exija a sí mismo, que es un grado que suele coincidir con el de la absolución plenaria: no hay monstruo que no cuente con argumentos razonados que justifiquen su monstruosidad.

Comoquiera que estamos en una época marcada por la revisión de algunos patrones tradicionales, lo que no deja de ser una necesidad evolutiva para la convivencia, hay quienes someten a algunos artistas, tanto del pasado como del presente, a un escrutinio moral severo, cabe suponer que al dar por hecho que la valía de una obra artística debe corresponderse con la valía humana de su creador. Bien, el punto de partida puede ser más o menos razonable, pero el de llegada puede resultar disparatado.

Se supone que lo importante de una obra artística no es quien la crea, sino la obra en sí, a pesar de que, desde los tiempos en que los artistas dejan de ser anónimos y se convierten en una marca, creador y creación resultan indisociables. Si leemos, qué sé yo, el 'Quijote', sería un criterio un tanto exótico el de hacerlo con el malestar ético que pudiera provocarnos el hecho de que su autor fuese encarcelado por distraer dinero público o de que ensalzara las gestas militares. El pintor Caravaggio fue un asesino. Beethoven era racista. Inflexiblemente clasista fue Virginia Woolf. A Hemingway le fascinaban las corridas de toros. Picasso fue un misógino egolátrico. Burroughs le pegó un tiro más o menos accidental a su mujer. ¿Y bien? Las valoraciones morales retrospectivas no sólo suelen incurrir en el anacronismo, sino que también dislocan un misterio: los creadores no tienen por qué estar a la altura de sus obras, sino, en cualquier caso, estar por encima de sí mismos cuando las crean. Las buenas creaciones nos sitúan, ya seamos creadores o consumidores de ellas, por encima de lo que somos, y raro es el lector de una novela, por mezquino que sea en su vida privada, que no esté a favor del héroe, no del villano.

Este propósito de equiparación moral entre el autor y su obra puede propiciar temeridades: suponer que la novela 'Lolita', por ejemplo, es una exaltación de la pederastia, lo que sería tan razonable como pensar que el 'Frankenstein' de Mary Shelley es un ensalzamiento de la cirugía plástica o que 'Moby Dick' es una apología del maltrato animal.

Con estas nostalgias inquisitoriales conviene andarse con cuidado, ya que todo tiene su contrapartida: si condenamos obras artísticas en función de nuestros parámetros morales, estamos abriendo la puerta a la condena por parte de los defensores de una moral opuesta. Y entonces a ver. Porque el mundo del arte, el de la ficción, ocurre en sí mismo, y resulta inofensivo, pero no me atrevería a decir lo mismo de la realidad.

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