En el siglo XXI, la humanidad ha logrado lo que durante siglos fue una quimera: alargar la vida. La medicina moderna, los avances tecnológicos y ... la mejora en las condiciones de vida han permitido que muchas personas vivan más allá de los 90 e incluso los 100 años. Pero ese triunfo aparente esconde una paradoja inquietante: ¿de qué sirve vivir más si no se vive mejor?
El envejecimiento de la población se ha convertido en un fenómeno estructural en las sociedades desarrolladas, con implicaciones profundas no solo en el plano sanitario y económico, sino también en el ético y legal. En este contexto, urge reabrir el debate sobre el derecho a la eutanasia y su regulación eficaz.
El envejecimiento demográfico no es solo una estadística; es una transformación social de enormes proporciones. Las pirámides poblacionales se invierten, los sistemas de pensiones se tensionan y los recursos sanitarios se consumen con rapidez creciente. Pero más allá de las cifras, está el drama personal de millones de personas que enfrentan una longevidad no deseada, marcada por la dependencia, el sufrimiento físico y emocional, y la pérdida de autonomía.
En demasiados casos, lo que se extiende no es la vida, sino el proceso de morir. Un alargamiento patológico, sostenido por la tecnología médica, que convierte a los hospitales y residencias en lugares de mera supervivencia. Alimentación por sonda, respiración asistida, sedación continua, ingresos interminables... No se trata de promover la muerte como solución, sino de respetar el derecho a decidir cuándo la vida ha dejado de tener sentido. La eutanasia, bien regulada, no es una amenaza, sino una expresión de libertad. Para ello, es requisito indispensable legislar con valentía y responsabilidad, demostrando que es posible conjugar la protección de los vulnerables con el respeto a la autonomía personal.
La dignidad no está solo en cómo vivimos, sino también en cómo morimos. En una sociedad que prolonga artificialmente la existencia, sin preguntarse si ese alargamiento responde a un deseo real o a una imposición médica, resulta imprescindible revisar nuestros valores y nuestras leyes. No podemos seguir ignorando la voluntad de quienes no quieren seguir viviendo entre máquinas, sin conciencia, sin afectos, sin sentido.
Regular mejor la eutanasia es también una forma de cuidar. De evitar que el último tramo de la vida sea un castigo. De ofrecer una salida compasiva cuando la medicina ya no cura, solo mantiene. De asumir, con madurez y humanidad, que la muerte no siempre es un fracaso, sino a veces, la liberación que alguien anhela.
El XXI debe ser el siglo del envejecimiento digno, no del encarnizamiento terapéutico. De la compasión racional, no del sufrimiento innecesario. De una vida larga, sí, pero también buena. Y cuando eso ya no sea posible, de una muerte que no sea humillación, sino elección. Porque vivir más no siempre es vivir mejor. Y morir bien, a veces, es el último acto de libertad.
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