Cada vez que llega el verano, las redes sociales se llenan de playas de arena blanca, cócteles y comida de autor, y fotos de aeropuertos ... con maletas cuidadosamente colocadas. Se ha normalizado la idea de que vacaciones significa irse lejos, cueste lo que cueste. Cuanto más exótico, mejor. Cuanto más caro, más «merecido». Pero, ¿desde cuándo descansar se convirtió en una competición?
Nuestros padres no veraneaban en Tailandia. Se iban a Noja con la nevera portátil. O al camping. O tal vez al pueblo. Y no por eso se sentían estafados por la vida. Hacían malabares con los turnos, exprimían los días y agradecían el bocadillo en la playa como si fuera un lujo. Porque lo era. Para muchas familias, un viaje en avión era cosa de una luna de miel o un premio de jubilación. El resto del tiempo, el descanso se medía en sobremesas largas y toallas tendidas al sol.
Ahora parece que, si no vas a Nueva York o a Bali, no estás veraneando bien. Es cierto que hay titulares sobre la pobreza vacacional, y es cierto que existe: muchas personas no pueden permitirse ni una escapada de dos noches a 200 kilómetros, pero a veces mezclamos el derecho a descansar con el deseo de vivir permanentemente en el catálogo de una agencia de viajes.
Hay una presión silenciosa que empuja a muchas familias a endeudarse para poder contar algo a la vuelta. Para no ser los únicos que se quedan. Y eso también es una forma de pobreza, aunque no sea económica: la de necesitar validación constante para sentir que una experiencia vale la pena. Como si el descanso no contara si no se puede subir a Instagram.
Reivindicar el descanso como derecho no significa tener que cruzarse el planeta. Significa poder desconectar, aunque sea sin salir del entorno. Volver a mirar cerca. Buscar el placer en lo pequeño. Valorar las vacaciones no por lo que cuestan, sino por lo que aportan.
Hay quienes no se van porque no pueden. Y hay quienes podrían irse, pero no quieren seguir en esa rueda. Tal vez deberíamos dejar espacio para ambos. No todo el mundo quiere un hotel con desayuno infinito. No todo el mundo necesita irse de ruta en Sri Lanka para sentirse vivo. Para muchos, tumbarse en la piscina municipal sin mirar el reloj ya es un lujo suficiente.
Volver al camping. A la tortilla y al táper. A la novela de bolsillo. No por nostalgia, sino por sentido común. Porque no siempre más lejos es mejor. Y porque si sólo entendemos las vacaciones como algo caro y exótico, acabaremos sintiendo que sólo descansan los que pueden pagar por ello. Quizá el verdadero descanso sea ese: parar sin tener que demostrar nada.
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