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La tarde del 8 de marzo del 2018 salí a la calle, como lo hicieron muchas otras, con toda mi energía, con las ideas muy claras, con muchas cosas que reclamar. Y con ganas de dar guerra, no nos engañemos. Pateé las calles, proclamé y debatí convencida de que las reivindicaciones que tenía en mi cabeza eran (más o menos) compartidas con quienes caminaban conmigo. Pero un año después una parte de mis convicciones se ha ido al traste.

No porque cada una no tenga el derecho de reivindicar lo que quiera. Sólo faltaría. Sino, precisamente, porque hay quien no lo cree así. Me molestaron muchas cosas de aquella movilización, a las que he ido sumando detalles a lo largo de este año, mientras veo que ese histórico momento que estamos viviendo las mujeres se está viendo empañado por el tremendismo, la exclusión y lo de 'o estás con nosotras o contra nosotras'.

No entendí que se pidiera a los hombres que no salieran a las calles el 8 de Marzo. Primero, porque ellos son parte (enorme) del problema y, por lo tanto, de la solución. Y si quieren luchar junto a nosotras, bienvenidos. Tampoco entendí la división en dos manifestaciones. Menuda forma de enfrentar un problema común (a esto se le ha puesto solución este año). Ni las banderas (físicas) ideológicas. No quiero que salir a la calle a reivindicar mis derechos se identifique con un sindicato o con un partido. Es mi lucha, la nuestra. La de todas juntas.

Tampoco me entra en la cabeza que si una mujer no se manifiesta y no proclama su feminismo en Twitter signifique que no pelea. La lucha, chicas, se hace día a día. Y si pedimos que nos respeten, respetemos. Y si a mi amiga le encanta que le piropeen por la calle, es cosa suya. Abrámonos los ojos unas a otras (todavía estamos muy ciegas en lo que al machismo se refiere), pero con respeto.

Y valoremos lo que hemos conseguido. Queda mucho (muchísimo) por hacer. Demos pasos gigantes pero sin dejar de mirar atrás. Las que nos abrieron el camino en silencio nos lo agradecerán.

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