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Aplaudimos a gente que hace cosas que no hacemos nosotros. Porque nosotros, la mayor parte de la población, sólo estamos en casa. Los trabajadores de la sanidad van al foco. O reciben al foco a portagayola. Quizá no sean el escuadrón suicida que accedió al reactor número 4 para vaciar las piscinas de burbujas bajo el núcleo de Chernobil, pero la epidemia es la excepcionalidad que les ha tocado. Hace unos días murió Rafael Gómez que, como la Veneno, había nacido en Adra. A él, de 1921, le tocó ser de la 'quinta del biberón' en la Guerra Civil. Y era él único superviviente de La Nueve, la unidad de choque de los aliados formada por más de un centenar de españoles. Liberó París, tomó Estrasburgo o protagonizó el asalto final al Nido del Águila de Hitler en los Alpes. Rafael era un hombre normal en tiempos extraordinarios.

Veía el otro día el tuit de una auxiliar de clínica (piensen que podría haber sido Paz Padilla): «Es curioso, a día de hoy, sigo llevando el mismo traje y realizando el mismo trabajo, pero ahora me llaman heroína, cuando antes sólo era una simple limpiaculos. ¿Ha hecho falta una pandemia para que empecéis a valorar los trabajos de la clase obrera? Sí, somos imprescindibles».

No hace falta ir a dar el carnet de héroe sólo a los médicos. Más en contacto con los enfermos están las auxiliares. Y las enfermeras. Y sí, en este caso voy a hablar en femenino aunque parezca Irene Montero (pobre Irene Montero, recluida en La Lanterne de Galapagar), pero sólo por el peso de la costumbre. No vamos a ser mejores después. Nadie lo fue después de 1918. Algunos lo habrán sido durante. «Os hace falta una guerra», nos decían nuestras abuelas. No nos hacía falta nada.

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