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La ley

Cuando un político pisa la cárcel, un estremecimiento recorre las células del tejido social

FELIPE BENÍTEZ REYES

Sábado, 3 de febrero 2018, 00:17

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Las leyes están muy bien cuando nos amparan, pero empiezan a ser molestas cuando tenemos que cumplirlas. No sé, te compras un coche que puede ponerse a 240 en unos segundos y, sin embargo, la ley te limita la velocidad máxima justo a la mitad, lo que viene a ser como si tuvieras medio coche: medio motor activo y medio motor en actitud budista, viviendo parasitariamente del esfuerzo del otro medio, como hacemos los andaluces con los catalanes, pongamos por caso. Aun así, y con el propósito de aplicar un parámetro laboral igualitario a ambas mitades del motor de tu coche, hay tramos en que lo pones al tope de su capacidad, pues no hay cupo de poder que uno no termine ejerciendo tarde o temprano. Sabes de sobra que estás saltándote la ley con todas las de la ley, pero te convences de que es por una buena causa, así sea más personal que colectiva, y que además acaba resultando una causa óptima si no te pillan los guardianes de la ley, que suelen llevar mal las interpretaciones privadas que los ciudadanos hacemos de las leyes comunes.

Esto de las leyes es asunto complejo y espinoso, ya que puede darse el caso de que sean los legisladores quienes las incumplan con más desparpajo y alegría, sin duda por aversión a ese aspecto penitencial que conlleva cualquier tipo de obligación. Bien está, en fin, que uno se invente unas leyes, pero de ahí a tener que respetarlas hay la misma diferencia que entre asar un pavo y ser un pavo, pues muy pavo hay que ser para aplicarte las normas que tú mismo te has sacado del caletre en unas extenuantes comisiones parlamentarias. De ahí tal vez esa cara de estupefacción que se les queda a los políticos cuando el peso de la ley cae sobre ellos, cosa que, por fortuna, suele ocurrir con la frecuencia de los eclipses lunares. Se diría que no dan crédito a lo que les pasa. Sospecharía uno, en suma, por su grado de indignación, que les supone un contratiempo emocional parecido al que supondría el Armagedón para el resto de la gente. Y es que, como decía, las leyes tienen ese lado molesto. Y no digamos cuando la ley manda antipáticamente a un político a ese sitio tan populachero que es la trena, ya sea por hacer caja negra o por asuntos de psicodelia identitaria. Ahí ya pierden la noción de la realidad y caen en una desolación profunda, y con razón, pues a nadie le gusta legislar para acabar siendo legislado.

Cuando un político pisa la cárcel, un estremecimiento recorre las células del tejido social, por esa empatía espontánea que nos suscitan nuestros gobernantes. Si estuviera en nuestra mano, les mandaríamos cada tarde un bizcocho. Si por nosotros fuera, les aplicaríamos la Ley General de Amnistía, que es el mejor antídoto contra la ley, ese invento -insisto- tan molesto. Tan inoportuno. Tan... legal.

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