La historia reciente de España no puede entenderse sin analizar la compleja relación entre Francisco Franco, Juan Carlos de Borbón y el sistema político que ... surgió tras la muerte del dictador. La transición de la dictadura a la democracia, muchas veces presentada como un proceso modélico, oculta en su narrativa oficial los elementos coercitivos y las contradicciones que marcaron el nacimiento del régimen del 78, un sistema político que, lejos de emancipar a las mayorías, consolidó el poder de las élites bajo una apariencia democrática.
El nombramiento de Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco en 1969 fue el primer eslabón de esta cadena de continuidad. No fue una casualidad ni un error histórico: fue un acto deliberado de Franco, guiado por EE UU, para garantizar la pervivencia del régimen que él mismo había construido. Juan Carlos, educado bajo la tutela del dictador y comprometido con los valores del franquismo, aceptó su designación sin objeciones, consolidándose como el rostro «renovado» de la dictadura. Su coronación tras la muerte de Franco, en noviembre de 1975, simbolizó no una ruptura, sino una transición calculada que buscaba preservar las estructuras de poder de la dictadura.
La Constitución de 1978, presentada como fruto del consenso, fue redactada con una pistola apuntando a la clase trabajadora española. Este texto, elaborado bajo la constante amenaza de un golpe de Estado y la violencia de la ultraderecha, fue diseñado en beneficio de la oligarquía franquista. La clase trabajadora, principal motor de las luchas democráticas, fue excluida de las decisiones fundamentales mientras el aparato franquista —incluyendo sus jueces, militares y oligarcas— permaneció intacto. El «consenso» no fue más que el resultado de una negociación desigual entre una élite económica y política deseosa de mantener sus privilegios y una izquierda que, ante el temor de un retorno a la violencia, aceptó un marco democrático condicionado. En este proceso, el papel del Partido Comunista de España (PCE) fue crucial. Como principal y casi único referente de la lucha clandestina contra el franquismo, el PCE asumió el coste más alto de enfrentarse al régimen, con miles de militantes perseguidos, encarcelados, torturados y asesinados. Su trabajo organizando huelgas, movilizaciones y redes de resistencia no solo mantuvo viva la oposición democrática, sino que también generó un movimiento social que forzó la apertura política del régimen, aunque al final fue excluido de las decisiones fundamentales del nuevo sistema.
Debe abrirse un debate serio sobre la necesidad de una Tercera República que rompa con el lastre histórico del franquismo y la monarquía
El miedo a un golpe de Estado no era infundado: entre 1975 y 1982, la violencia de la ultraderecha y del aparato represivo del Estado dejó un rastro trágico. En ese periodo, se registraron más de 188 asesinatos perpetrados por grupos de extrema derecha y por fuerzas policiales y parapoliciales, que en su mayor parte quedaron impunes. Este dato, a menudo silenciado, revela que la transición estuvo marcada por el terror, con la complicidad de un sistema que protegía a los verdugos y negaba justicia a las víctimas. Esta violencia, dirigida especialmente contra militantes de izquierda, sindicalistas y movimientos vecinales, contribuyó a disciplinar a una sociedad que buscaba libertad y derechos tras décadas de dictadura.
Las movilizaciones obreras, estudiantiles y vecinales que habían desafiado al franquismo desde finales de los años 60 fueron sistemáticamente neutralizadas durante la transición. Los Pactos de la Moncloa, firmados en 1977, representaron una claudicación histórica: mientras los trabajadores renunciaban a sus reivindicaciones más ambiciosas, las grandes fortunas mantenían su control sobre la economía, y el ejército, que seguía siendo franquista en esencia, vigilaba cualquier intento de transformación profunda. El régimen del 78 no es, por tanto, un accidente histórico, sino una construcción deliberada que mantiene los pilares de la dictadura bajo una capa de legitimidad democrática. La monarquía, en este esquema, actúa como garante de esa continuidad. Juan Carlos I y su sucesor, Felipe VI, han ejercido su papel como árbitros políticos y símbolos de unidad nacional, mientras el pueblo sigue enfrentándose a las mismas desigualdades estructurales que el franquismo nunca resolvió.
Hoy, casi cinco décadas después de la muerte de Franco, es urgente repensar este sistema. La democracia liberal española, lejos de ser plena, sigue fallando a quienes más la necesitan. La Constitución del 78, construida bajo la sombra de las armas y el miedo, debe ser revisada, no para corregir errores de forma, sino para transformar un sistema que perpetúa las desigualdades y la exclusión. Esto pasa, ineludiblemente, por abrir un debate serio sobre la necesidad de una Tercera República que, al fin, rompa con el lastre histórico de la monarquía y el franquismo. Una República que ponga fin a la herencia autoritaria, garantice la equidad y la justicia social, y devuelva al pueblo el protagonismo que se le ha negado desde hace demasiado tiempo.
El régimen del 78 no es un legado inamovible; es una construcción política que, como tal, puede y debe ser superada para abrir paso a una verdadera democracia republicana.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.