Tribuna

La Constitución que nos unió y la polarización que nos divide

Debemos dejar de demonizar el pacto que nos dio la primera etapa democrática estable de nuestra historia y recuperar la capacidad perdida para cooperar

Javier García Ibáñez Secretario General del PSOE de La Rioja

Viernes, 5 de diciembre 2025, 22:39

Existe una profunda disonancia emocional en mi generación respecto a la Constitución de 1978. Es un clivaje que divide a quienes se sienten «nietos del ... 36», vinculados al dolor de la Guerra Civil, y a quienes se sienten «hijos del 78». Sentir orgullo por aquellos que sufrieron y perdieron en el 36 y que, aún hoy buscan a sus seres queridos, no debe implicar desprecio hacia quienes ganaron la democracia en 1978.

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La Transición española fue un pacto de grandes renuncias. El PSOE renunció al marxismo, Carrillo a la República, Suárez a los principios del Movimiento y un ministro del dictador al franquismo. Este marco de acuerdo, donde se cedió en lo que parecía irrenunciable, es el cimiento de nuestra Carta Magna. Su conexión emocional en la sociedad tiene una justificación histórica.

Cuando analizamos la letra y el espíritu de la Constitución, constatamos la eficacia histórica del pacto que logró corregir cuatro de los cinco grandes desafíos históricos que arrastraba España desde el siglo XIX, y que desembocaron de forma abrupta en la tragedia del siglo XX.

El problema militar quedó solucionado. Como sentenció Ramón Rubial, pasamos de ser «un ejército que tenía un país» a «un país que tiene un ejército», bajo control civil. Las asonadas y pronunciamientos constantes que generaban inestabilidad quedaron resueltos para siempre.

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El problema religioso quedó corregido en el artículo 16.3. De la oficialidad de la Iglesia católica, pasamos a un Estado aconfesional y un marco de pluralidad religiosa y respeto a las diferentes confesiones. Una postura alineada con la doctrina social de la Iglesia, que aboga por la autonomía de las realidades temporales y eclesiales.

El problema económico quedó también corregido. En las décadas posteriores, el PIB se ha multiplicado por tres, pasando de 12 a 22 millones de personas en el mercado de trabajo y la renta per cápita se ha multiplicado por 2,5, lo que ha permitido la alternancia política, el progreso social y la convergencia europea.

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En el ámbito social, la Constitución estableció, en su primer artículo, el Estado Social y Democrático de Derecho, sentando las bases de un estado de bienestar homologable a las democracias más avanzadas que se consolidan tras 1945.

El quinto desafío, el territorial, no fue totalmente corregido, pero sí ordenado y orientado. Se creó el consenso más amplio que el país ha tenido jamás sobre su configuración, cristalizado en el Título VIII que definió el modelo autonómico, completado más adelante con la aprobación de los estatutos de autonomía.

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Mi preocupación surge cuando observo que la Constitución ha tratado mejor a mi generación de lo que esta generación trata a la propia Constitución. La clase política más contemporánea, nacida en democracia, ha competido sin parar, ha cooperado poco y ha defendido más lo irrenunciable que la necesidad de renunciar a nada. Esto ha generado polarización y ha erosionado el consenso.

Somos la primera generación que ha vivido cuatro décadas y media en un sistema democrático homologable a nuestro entorno. El miedo a un nuevo enfrentamiento civil posibilitó el pacto de 1978. Ese miedo, ha sido invertido para orientarlo hacia un revisionismo del pasado que nos distrae del futuro. No podemos tener un proyecto de revisión de lo que ya se fue más elaborado que el proyecto del futuro que nos toca construir. Ahí radican muchas de las causas que llevan a un preocupante porcentaje de jóvenes a defender, por desconocimiento o hastío, modelos autocráticos. Y debemos ser claros: una dictadura jamás será mejor que la peor de las democracias.

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Con la muerte de Franco, ni murió el franquismo ni nació la democracia. Costó algo más de tiempo y no fue sencillo. Ni el desprestigio de lo que ocurrió entre 1975 y 1978, ni su blindaje y patrimonialización por una sola parte, ayuda a entender un proceso de transición que, aunque imperfecto —como toda obra humana—, cabe defender en el presente para proyectar un futuro mejor.

A pesar de todo ello, soy optimista. La realidad, con su crudeza, impondrá de nuevo la cooperación. Los grandes desafíos que afronta España —la posición en las nuevas transiciones geopolíticas, la adaptación a la revolución tecnológica, la financiación autonómica y local, la reforma fiscal y de la administración de justicia, la sostenibilidad frente a la emergencia climática, la crisis demográfica, y la economía de los cuidados ligada a la reformulación del Estado de Bienestar con el objetivo de reforzarlo— no pueden resolverse con votaciones de 176 contra 174 en las Cortes Generales.

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Debemos dejar de demonizar el pacto que nos dio la primera etapa democrática estable de nuestra historia. Es hora de recuperar la capacidad para cooperar que hemos perdido. Necesitamos construir, juntos y juntas, algo tan sólido que, dentro de 50 años, sean nuestros hijos e hijas quienes puedan criticarnos por nuestros errores. De lo contrario, nos iremos sin haber legado nada digno de mención.

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