Considerad si es un hombre –como escribió Primo Levi después de Auschwitz– quien muere entre miles de cuerpos esqueléticos más, entre millones. Considerad además si ... es un hombre el soldado que sujeta el perro, el que dispara arbitrariamente al prisionero o el que da la orden de abrir el gas. Considerad ahora si también es un hombre el descendiente de aquel genocidio de entonces convertido en verdugo nuevo de un nuevo genocidio. Y considerad, por último –como habrá que escribir después de Gaza– si una niña despedazada por las bombas, si un niño muerto de hambre en Palestina, no son acaso hombres y mujeres sin mañana. Consideradlo.
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Afortunadamente hay lugares como el teatro donde todavía se ponen en consideración los grandes dilemas morales y autores como Wajdi Mouawad que lo hacen con inteligencia y belleza capaces de quebrar prejuicios. 'Todos pájaros' es una interpelación urgente, una llamada de socorro, un ruego para regresar cuanto antes a lo más hondo del ser humano, ese lugar recóndito que puede ser luminoso como una estrella o más oscuro que un pozo oscuro, y preguntarnos si no es nuestra identidad individual antes que la colectiva: ¿Quiénes somos así tomados de uno en uno?
Si en 'Incendios' el autor canadiense de origen libanés, siempre comprometido con la historia universal de las desgracias, levantó una monumental tragedia clásica sobre una saga árabe, aquí muestra el reverso de la moneda, el drama de una familia judía desde el infierno nazi de los campos de concentración hasta el terrorismo antisemita, pasando por otra forma de horror, la ultraortodoxia feroz, su propia xenofobia y el sionismo totalitario. En ambos casos, historias de hombres y mujeres encadenados al destino común de sus pueblos, fatalmente enfrentados a muerte. Pero donde 'Incendios' componía un mito desgarrador, la mujer que cantaen el desierto, 'Todos pájaros' no alcanza aquella emotividad como ensayo del irrompible hombre roto, enemigo de sí.
Es en todo caso gran y hermoso teatro clásico del siglo XXI, pero abusa de fragmentos discursivos explícitos y la dirección de Mario Gas, casi siempre acertada, amplifica ese exceso cara al público. En medio de un encomiable elenco coral, están memorables Vicky Peña y Pere Ponce. Entre saltos en el tiempo, el espacio y la realidad, todos protagonizan magníficas escenas, como la cena familiar en la que David, al escupir su odio racial, expresa el nudo gordiano de un conflicto histórico irresoluble.
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Finalmente, su dilema entre ser hijo de Isaac o de Ismael –su propia historia y la Historia con mayúscula– nos sigue estallando por el hecho inequívoco de ser todos hermanos y todos por igual de la sangre de Caín. Considerad si esto también es un hombre.
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