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Lo irresoluble

«Lo que define al nacionalismo catalán es que su acción política se orienta fundamentalmente al objetivo de socavar o debilitar el Estado español»

PEDRO SANTANA MARTÍNEZ. - PROFESOR EN EL DEPARTAMENTO DE FILOLOGÍAS MODERNAS DE LA UNIVERSIDAD DE LA RIOJA

Viernes, 3 de noviembre 2017, 00:25

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Como todo estudiante sabe, problemas hay en la vida y otros te los ponen en el colegio. Sobre estos últimos convendremos que no son sólo un imprescindible recurso didáctico: son, antes de ser desbravados, parte también de la estructura, y de la génesis y del desarrollo de las disciplinas a que pertenecen. En principio, un problema de los del colegio lo es precisamente porque tiene solución, aunque esta sea la de probar que no tiene soluciones dentro del marco de referencia en que el problema se ha planteado.

Naturalmente, las referencias disciplinarias son un factor inexcusable en este planteamiento. Hay disciplinas que se amplían y crecen porque algunos problemas planteados en su seno las desbordan y así las hacen crecer o hacen que surjan nuevos saberes. Sucede también que de la irresolubilidad de un problema se aprenden muchas cosas sobre la misma disciplina, entre ellas quizá la necesidad de refundarla o de crear una nueva. Se trata pues de una irresolubilidad domada y fértil. Seguimos hablando de problemas, pero podemos acordar que léxicamente nos hemos movido de manera notable: también el significado de la voz 'problema' ha crecido.

En cualquier caso, los problemas que adscribimos a una disciplina no son estáticos: se avanza en su resolución o se aprende de la investigación de las causas de su indeterminación o su imposibilidad. Sin embargo, no gozamos de la misma fortuna ante todos los problemas.

Los problemas a los que nos enfrentamos en la vida suelen poseer una naturaleza más adhesiva -no tenemos manera de deshacernos de ellos- y suelen ser también menos elegantes en su planteamiento y en su eventual desenlace, si lo hay. Los vemos como un obstáculo en el camino que deberemos y tal vez no podamos sortear o vencer, una piedrecilla o una montaña. Ahora bien, lo que de verdad cuenta es que la irresolubilidad fuera de las aulas es la verdadera y a veces trágica irresolubilidad.

Acerca del tantas veces llamado problema catalán suele citarse un fragmento de un discurso parlamentario de Ortega del año 1932. Decía el filósofo: «Yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no solo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles», para señalar un poco más adelante «que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de la que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar».

Analicemos esta irresolubilidad de que habla Ortega. Sabemos, desde luego, que irresolubilidades las hay de muchos tipos, pero también es posible que, si a algo le llamamos problema, algo importante se nos mantenga oculto, justamente por las ocultas ataduras que anuda el léxico.

Pues bien, el problema catalán no es un problema que pueda resolverse a mayor o menor satisfacción de las partes, ni siquiera es un conflicto que pueda saldarse en empate o en un nuevo y desequilibrado status quo post bellum, que tuviera al menos la, para algunos, virtud de dejar por fin los mares sin agitaciones y tormentas.

Sostenemos que el problema catalán no es un problema en su acepción primaria o en alguno de sus sentidos habituales. El llamado problema catalán no es sino la manifestación del núcleo del programa político del nacionalismo catalán y son sus concreciones -los modos en que se hace visible- el motor y principal herramienta de este, su ortograma en términos del filósofo Gustavo Bueno. De otro modo, lo que define al nacionalismo catalán es que su acción política se orienta fundamentalmente al objetivo de socavar o debilitar el Estado español. Por ello, su ejecutoria a corto y largo plazo -más allá de los fines filantrópicos que sean capaces de verbalizar individuos en ocasiones muy pagados de sus cultivadas maneras- se determina por este objetivo central, que ordena y da sentido a todas sus actuaciones. En breve, el nacionalismo catalán no se orienta hacia el bien de Cataluña, sino hacia el mal de España. O, por aclarar las cosas a las almas bellas eruditas a la violeta: el que se da entre el nacionalismo catalán y España es un juego de suma cero y es muy diferente al que se da entre España y sus partes integrantes, donde todas las partes suelen beneficiarse. Podría decirse que existe el problema catalán porque existe el nacionalismo catalán y que este sigue existiendo porque postula un problema catalán. Y tal cosa tiene una consecuencia sobre la que conviene advertir. Y es ella que no podría esperarse que el Estado español (una España menguada en su territorio, población y riqueza) se liberase del problema, una vez que el sustrato de este, por así decir, lo fuera ya de otro Estado soberano. Más bien, el problema adquiriría nuevas formas y tal vez terribles cauces.

En estos días en que no faltan voces de jefes políticos que insisten en negociar, cabría preguntarse qué queda por concedérsele a Cataluña, reforma constitucional mediante o sin ella. Nos tememos que queda ya muy poco -o muy poco que sea compatible con la subsistencia del Estado-, y por ello la idea de negociación es imprudente. Ahora bien, la dificultad principal que hemos apuntado aquí es, sin embargo, que no hay un hecho -la independencia plena- que marque el final del conflicto. Porque el problema catalán es el programa catalanista, y así las perennes demandas intraestatales se convertirían en demandas entre estados -activos, flujos de capital, territorios-, cuya puntual enumeración sabrá ahorrarnos el lector.

En consecuencia, si el razonamiento que hemos presentado es correcto, la conclusión desde los intereses del Estado, que se resumirían en su propia pervivencia y en su integridad, no habría de ser otra que la de la necesidad de convertir la comunidad autónoma catalana, junto con todas las demás, en unidades administrativas a las que fuesen totalmente ajenas las cuestiones que afectasen a los objetivos y políticas del Estado y a los principios básicos sobre los que se regula una democracia.

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