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Inocentes

Es una pena que haya gente muerta en vida porque la ciencia no tiene horizonte alguno para ellos

CHAPU APAOLAZA

Martes, 2 de enero 2018, 23:42

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La primera condición que me puso Aubrey de Grey para hablar sobre gerontología y biología celular fue que hubiera cervezas en la mesa. Después, entramos en una conversación en la que yo no sabía si estábamos jugando a ser Dios o dos borrachos cerrando un bar, pues ambas posiciones siempre están cercanas. De Grey es uno de los científicos más originales de los últimos decenios. Una noche saltó de la cama de madrugada, tomó papel y boli y estableció las grandes líneas de la senescencia negligible ingenierizada (SENS), una estrategia de rejuvenecimiento de los tejidos humanos que, según él mismo, lograría aumentar la esperanza de vida de manera indefinida. Cree y explica que la ciencia tiene los conocimientos para solucionar a medio plazo los siete problemas que hacen a las células envejecer y emprender así el camino a la eternidad. El científico británico se mueve con rebeldía porque considera la vejez una enfermedad a erradicar. Cuando enunció su teoría, parte de la comunidad científica se rió de él y hasta ofrecieron una recompensa a quien demostrara que SENS era una teoría descabellada. Nadie la ha cobrado aún. «El primer hombre que vivirá mil años ya ha nacido», me dijo.

Es una pena que haya gente muerta en vida porque la ciencia no tiene horizonte alguno par ellos. Pienso esto porque dos filas delante de mí de este avión que cruza un océano como un murmullo de motores viaja un tipo vestido con un chándal negro. No me apostaría cien euros a que tiene pulso. Lo observo desde que ha entrado al avión resoplando, mirándolo todo con desdén, desprecio y cansancio. Se mueve entre las filas instalado en la queja y en la impaciencia como el agente secreto de una patria desesperada. Por un momento, en el duermevela de mediodías eternos, entre cambios horarios y madrugadas que no lo son, fantaseo con la idea de sentarme a su lado y contarle que le está ganando la carrera a atardecer, que aquello que se ve ahí abajo es una bola rellena de fuego que rota sobre trayectoria elíptica a miles de kilómetros por hora. O que el mar que sobrevolamos es una sopa de microorganismos y ballenas azotados de vez en cuando por tormentas y que debemos de haber dejado atrás la meseta Meteor, a dos mil kilómetros al sur de las Azores, una montaña submarina de 4.500 metros de altura que en algún momento asomó por la superficie. Que las probabilidades de que él esté allí arriba comiéndose una bandeja de puré de patata con carne picada, por pobre que sea el plato, es tan pequeña que el hecho de estar allí sentado impulsado a 980 kilómetros por hora camino del otro lado del mundo pertenece ya al terreno del milagro.

Siempre encontré razones para la compasión en los que se jactan de venir de vuelta, de haberlo visto de todo y a todo le encuentran una pega. Mostrarse orgulloso de no esperar nada nuevo es tan estúpido como el tic tan español de celebrar la ignorancia propia. Quizás sea esa la clave de la inmortalidad: transitar en el convencimiento de que, bien mirado, respirar es una fiesta. La inocencia está infravalorada. Feliz día de los Inocentes.

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