Aunque el urbanismo y sus misterios siempre se han mantenido alejados de mis intereses, no soy insensible a lo que observo a mi alrededor ni ... a los cambios que, de un tiempo a esta parte, se han producido en los centros urbanos de todas o casi todas las ciudades que conozco. Cambios que van mucho más allá de las noticias que diariamente nos trasladan los medios de comunicación, empezando por el turismo masivo o la proliferación de franquicias y viviendas turísticas y continuando con el monocultivo de la hostelería o la gentrificación. Tengo la sospecha de que todos estos fenómenos tan solo son la manifestación de un problema bastante más grave cuyas consecuencias apenas empezamos a vislumbrar. Me explico.
Como parece lógico pensar, el papel primordial de las ciudades –desde que estas comenzaron a existir– ha sido albergar a sus habitantes, protegerles frente a toda clase de peligros y satisfacer sus necesidades de empleo, bienes y servicios. Las urbes fueron concebidas para servir a sus moradores, garantizar su seguridad y mejorar sus condiciones de vida. De ahí su carácter civilizatorio y su afinidad con la innovación y el progreso. Así ha sido durante miles de años y, hasta cierto punto, sigue siéndolo. Sin embargo, durante las últimas décadas muchas de ellas se han homogeneizado y transformado progresivamente en otra cosa, han adquirido una dimensión y un propósito que dista mucho de las funciones para las que fueron concebidas. En suma, muchas ciudades y, sobre todo, muchos de sus núcleos urbanos se han convertido en una mercancía, un producto de consumo, una fuente inagotable de ingresos o un parque temático para adultos ávidos de autenticidad y experiencias. La boda a finales del pasado mes de junio de Jeff Bezos en Venecia, el inminente encendido de la iluminación navideña de Vigo, el aluvión turístico que por las mismas fechas sufrirá Madrid, la multiplicación de pruebas deportivas en circuitos urbanos o la introducción urbi et orbi de las tasas turísticas no hacen sino corroborar este extremo.
Esta transformación ha hecho que los intereses de los ciudadanos que las habitan hayan dejado de ser una prioridad y pasado a un segundo plano y que sus demandas sean ignoradas. O que los espacios y equipamientos públicos (fuentes, áreas de recreo, bancos, baños...) estén en franco retroceso o hayan sido colonizados por terrazas y establecimientos de hostelería porque, como señala Sergio del Molino: «el urbanismo de este nuevo antiguo régimen beneficia a quien puede pagar la cuenta de un buen restaurante y castiga al jubilado que quiere sentarse en un banco a la sombra». Y mientras todo eso sucede, los barrios van llenándose de locales comerciales que nadie quiere, de carteles anunciando su traspaso y de nuevos vecinos, de vecinos expulsados del centro y de sus antiguas viviendas porque no les alcanza para la renta.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión