A pesar de que la Psicología y sus oficiantes se han apropiado del término «apego» para referirse a los vínculos emocionales intensos y duraderos que ... se establecen entre individuos, lo cierto es que, este sentimiento, al menos en mi caso, no se restringe a los seres humanos, sino que también se extiende a objetos, animales y lugares. Ahora bien, también entiendo que la conexión que podemos establecer o el afecto que podemos experimentar por un semejante o una mascota es muy diferente del que sentimos por los seres inanimados porque los primeros poseen una sensibilidad de la que los otros carecen. Una sensibilidad que les permite reaccionar, responder, intervenir activamente o reconocer la relación que los vincula y el papel que representa cada una de las partes. Los objetos y los lugares, sin embargo, están desprovistos de esa capacidad, son inmunes o indiferentes a lo que quiera que sintamos por ellos. En una palabra, no existimos para ellos, no corresponden a nuestro amor... nos desdeñan.
Después de este preámbulo, es momento de admitir que los únicos objetos a los que me siento verdaderamente unido o apegado son los libros que forman parte de mi biblioteca. Mi pasión por ellos tiene poco que ver con la devoción obsesiva y fetichista que caracteriza y distingue a bibliófilos y bibliómanos. Su mera posesión nunca me ha proporcionado ningún placer, tampoco lo ha hecho el coleccionismo o la búsqueda de primeras ediciones. Su fascinación, la que ejercen sobre mí, no está relacionada con su rareza, valor material o presencia física sino con su contenido y el significado que les he otorgado a lo largo de toda mi vida. Los libros a los que me refiero son, de algún modo, el espejo en el que me miro y me veo representado porque lo que quiera que soy y he sido, se lo debo, en buena parte, a ellos, a los miles de páginas en las que me he perdido y vuelto a encontrar.
Lamentablemente, los libros ya no están de moda. Han dejado de gozar del prestigio y el lustre del que un día disfrutaron para convertirse en un lastre, un incordio o una herencia indeseable porque ocupan muchísimo espacio y pesan una barbaridad. Sus propietarios, sobre todo los que poseen bibliotecas compuestas por varios miles de ejemplares, saben que la unidad y continuidad de las mismas están en entredicho porque nadie les da garantías de lo que sucederá con ellas cuando mueran, de que no acabarán sus días desahuciadas, desmembradas o abandonadas en un contenedor. Ni las instituciones culturales, ni los cónyuges, ni las familias, ni los libreros de viejo muestran ningún interés por conservar su integridad y el espíritu con el que fueron laboriosamente creadas. Tal vez la mejor solución sea entregarlas a las llamas, concederles la hecatombe, el glorioso final que los griegos reservaban a sus héroes, el mismo que Canetti elige para Peter Kien y su biblioteca, protagonistas de la novela 'Auto de fe'.
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