Llevo un tiempo reflexionando sobre la muerte, sobre la mía y la de los demás. De sobra sé que no se trata de un tema ... agradable ni fácil de abordar, pero qué quieren que haga. Hay cuestiones que se le imponen a uno, que nos persiguen y acorralan, que nos acosan y atormentan hasta que, por fin, somos capaces de plantarles cara... Algo así me ha sucedido en esta ocasión.
Cuando pienso en ella me detengo, sobre todo, en la de todos los que un día formaron parte de mi generación, en la de aquellos de mis coetáneos que abandonaron el mundo prematuramente, demasiado prematuramente, apenas rebasada la veintena. Y como Pete Seeger en la canción 'Where have all the flowers gone?', me pregunto por su paradero.
No deseo entrar en detalles ni en las razones o circunstancias que ocasionaron su fallecimiento y que todos los que vivieron la década de los 80 ya habrán imaginado. Lo que verdaderamente me conmueve y abruma, además de su extremada juventud, es la gratuidad, el sinsentido absurdo que rodeó sus muertes y la ausencia de propósito en las mismas. De hecho, creo que su existencia quedó interrumpida súbita y trágicamente antes de que muchos de ellos cobraran conciencia de que la vida es la única posesión que no se puede recuperar una vez perdida. Esa ingenuidad y el deseo de vivir más intensamente y desafiar los límites fueron, tal vez, los factores que les llevaron a minusvalorar los riesgos y despreciar las señales de alarma. Sólo así se entiende su falta de titubeos, el desprecio que sentían por su propio futuro y la determinación que manifestaban cuando se encaminaban al desastre. El hecho cierto es que pocos, muy pocos vivieron lo suficiente para emanciparse, ejercer una profesión, encontrar pareja, tener hijos, adquirir una vivienda, pagar impuestos y experimentar la decepción, la pérdida o el dolor. Su experiencia como adultos de pleno derecho, si es que alguno llegó a alcanzar esa condición, fue extremadamente limitada, un esbozo, un mero simulacro. Ni uno solo logró atisbar lo que significa envejecer...
Sin embargo, y tal vez por lo que acabo de señalar, no puedo evitar sentir una punzada de admiración por ellos, por su juventud suspendida, invulnerable a la edad y al paso del tiempo. No intento banalizar sus muertes, ni minusvalorar el impacto que debieron provocar en sus familiares más cercanos. Además, me consta que ninguna fue gloriosa. A pesar de todo eso hay algo en ellas que inevitablemente me lleva a pensar en el kalos thánatos, en la bella muerte de los jóvenes griegos caídos en batalla que, precisamente por eso, ingresaban en la memoria colectiva alcanzando ese sucedáneo de inmortalidad que es la fama. Entonces, como ahora o hace unos años, su breve vida y, digámoslo así, heroica muerte les confería una distinción y una oportunidad negada a los supervivientes, la oportunidad de ser recordados en la flor de la edad, en esa plenitud largo tiempo marchitada y que apenas constituye un lejano recuerdo para todos los demás.
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