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Inclasificable

Inclasificable

BERNARDO SÁNCHEZ

Sábado, 11 de noviembre 2017, 23:44

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De todas las conspiraciones conocidas o por conocer, las más complicada, la que tiene más ramificaciones -algunas de ellas inconcebibles para una inteligencia media-, la más intrincada, es, con diferencia, lo prosaico, lo simple, lo común; lo que, incluso, salta a la vista: lo vulgar, vaya; lo primero que se te ocurre, si me apuran. Quiero decir que la realidad es mucho más conspirativa que la ficción. Lo real es, además, una conspiración espontánea (como algunas combustiones); mientras que la ficción es una conspiración artificial, que ha de trabajarse, y que depende de escritores, de guionistas o de fabricantes de conspiraciones a sueldo. Y aún así, por muy buenos profesionales de la trama que sean, pues siempre se quedan un escalón por debajo de las cosas que -tramándose por sí solas, naturalmente, en virtud de un tipo de afinidades que se nos escapan- logran resultados con los que no se puede competir desde la imaginación de oficio. La normalidad, lo corriente, lo que -diríamos- aparentemente no va más allá, consiste, muy al contrario, en una trama insondable. La realidad, tal y como viene presentada, sin aditivos, sin excipientes, es algo que no se podrá desclasificar nunca. Ni tampoco clasificar, claro. Una conspiración al uso es una cosa como elemental; resulta una explicación urdida con el fin de consolarnos; si lo comparamos con la red de conexiones invisibles que ordenan inexorablemente los hechos cotidianos. Esta lógica interna no permite ser desclasificada, y es implacable. Y obscena. Lo que pasa es que nos resistimos a pensar que lo inmediato sea tan implacable y buscamos lejos, lo más posible, una conspiración de alivio. Un ejemplo de todo esto que estoy diciendo es la reciente 'desclasificación' de los documentos relativos al asesinato de John F. Kennedy. A la vez, por cierto, que se ha desclasificado el pasado de Frank Underwood; a todos los efectos, un presidente norteamericano más. Pero centrándonos en Kennedy: son miles y miles de páginas de ficción, cuyos resultados ya venían siendo avanzados desde hacía años por el cine de ficción -cuando no por el fantástico puro y duro-, o por el género conspirativo, practicado por la literatura o el periodismo. De todo lo cual, no se puede negar, han salido obras maestras del entretenimiento. Pero si te asomas a las hipótesis que se manejan y se publican al margen de la investigación oficial -'lo oficial' es a veces increíble pero cierto, insoportablemente cierto-, yo diría que la teoría de la conspiración es una zona de confort, comparado con lo que quedó atestado en un principio. Está claro que norteamericanos y no norteamericanos nos resistimos a aceptar que las cosas pudieron suceder de acuerdo a un protocolo rutinario de asesinato, sin un gramo de geopolítica o de novelística. O sin ni siquiera el concurso de la CIA, que siempre es un puntazo. Y para satisfacer esa necesidad centrífuga, los argumentos conspirativos dan un rodeo enorme, del diámetro de la famosa 'bala mágica'. Un rodeo tan mágico dan los argumentistas de la conspiración inacabable que por momentos están a punto de acertar con la verdad. Pero se quedan en puertas. Porque entre todos los que se han esforzado en imaginar o en reinventar las razones y elenco del asesinato de JFK, a ninguno se la ocurrido todavía la historia de un joven de 24 años, con cara de conejo, medio huérfano, esquizofrénico, marine, desertor, casado con una hija de un coronel de la KGB, anticomunista, que le disparó al presidente de los Estados Unidos de América desde una ventana de su lugar de trabajo con un fusil en el que dejó sus huellas dactilares, mientras que todo estaba siendo filmado con su Súper 8 casero por un fabricante de lencería femenina que trabajaba cerca, y que a continuación el joven asesino se detuvo a tomarse algo en la máquina expendedora del edificio, y que de vuelta a su casa mataría luego a un policía con el se cruzó, para ser detenido finalmente en un Teatro de la ciudad; y que sólo dos días después, este hombre, que negó haber matado al presidente, sería después, a su vez, asesinado por un mafioso de la noche que le disparó a quemarropa justo cuando lo trasladaban a la cárcel, delante de la televisión y de numeroso público. Lo siniestro es así de vulgar, de ordinario. Pero siempre te queda una conspiración en la que refugiarte.

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