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No me guiñes el ojo

MARÍA ANTONIA SAN FELIPE

Jueves, 1 de enero 1970

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Mucha de la indignación que atesoramos los ciudadanos proviene de la actuación de quienes debiendo dignificar el sistema democrático han convertido las instituciones en un espectáculo de apariencias tan decadente como decepcionante, en un juego de medias verdades con vocación de mentiras incapaces de ocultar su propia degradación. Dos sucesos recientes resultan ilustrativos. Uno se ha producido en sede parlamentaria y otro en sede judicial, es decir, en dos pilares de nuestra democracia.

El pasado martes, el diputado de ERC Gabriel Rufián llamó a la diputada del PP Beatriz Escudero «palmera» y ella le respondió, «no me guiñes el ojo, imbécil». Como vemos un nivel de oratoria impropio incluso de una taberna y una profundidad de argumentos que no alcanza la altura del patio de un parvulario. Rufián es el paradigma de la irresponsabilidad de quien cree que la política es un teatrillo, una especie de Sálvame de luxe que pagamos todos los españoles. Sus performances se han hecho habituales, causan furor en Twitter, llenan espacio en las televisiones pero denigran la función que se espera de las Cortes Generales que nos representan a todo el pueblo español. En un país con tantos problemas pendientes de resolver y tantos ciudadanos pasando dificultades resulta impropio que sus señorías pierdan el tiempo, los papeles, la seriedad y el rigor que debieran tener por respeto a la ciudadanía y a la institución. Ahora pasarán un tiempo discutiendo si le guiñó el ojo o no, si «palmera» es un insulto o «imbécil» una definición. Resumiendo, una vergüenza.

Por su parte, el magistrado Francisco Javier Martínez Derqui, titular del Juzgado de Violencia de Género nº 7 de Madrid, llamó «bicho» e «hija puta» a una víctima y se permitió bromear con su edad y aspecto físico. La grabación difundida fue realizada una vez terminada la vista. Aunque el Consejo General de Poder Judicial ha abierto las correspondientes diligencias y el juez se ha retirado del caso, el hecho es que ha quedado en evidencia una gran verdad: la eterna culpabilización de las mujeres cuando son víctimas. Tratando de quitar hierro al asunto, el propio juez y otros miembros de la judicatura han declarado que esa conversación es privada y que no debió hacerse pública. Siendo cierto también lo es que en momentos de desenfado es cuando se verbaliza, sin complejos, lo que de verdad se piensa.

Públicamente este juez y muchos otros, no solo jueces, hablan del respeto a las víctimas y de la necesidad de su protección pero no es más que una pose, una forma de resultar políticamente correcto. Lo contrario está mal visto y se impone el disimulo pero las mujeres saben, porque la experiencia lo demuestra, que también entre las víctimas hay clases y las mujeres lo somos de segunda fila. El juez, en privado claro, además de usar la palabra «hijaputa», que como sabemos es una forma deleznable pero clásica de insultar a las mujeres, se permitió comentarios como «verás el disgusto que se va a llevar la María Sanjuán cuando vea que tiene que darle los hijos al padre» o «estará por la noche en el Sálvame poniéndome de vuelta y media». Palabras que evidencian la utilización de los menores como arma arrojadiza y la asunción de que también la justicia es parte del espectáculo social en el que vivimos. Lo terrible es que se hacen estas chanzas en un juzgado específico sobre violencia de género, algo escandaloso que abona su descrédito.

Lo sucedido en el Parlamento y en el juzgado demuestra lo bonitas que son las palabras y lo vergonzosos que son los hechos. Se proclama el respeto a la representación popular mientras se les insulta con comportamientos indignos. Se habla de proteger a las víctimas en público y luego se les ridiculiza en privado. Estos son los modelos que nos ofrecen desde lo más alto y luego desde allá arriba se asombran del desapego y el desafecto hacia un sistema que urge dignificar desde hace mucho tiempo.

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