Cuéntame cómo fueron aquellos sanmateos, boomer
Después seguíamos deambulando por las calles del casco viejo, la Mayor, Carnicerías, Sagasta, y así pasaba la primera mañana hasta que la tarde se hacía noche
Eugenio Sáenz de Santa María Cabredo
Lunes, 18 de septiembre 2023, 14:05
Como me suponen miembro de la generación 'Baby boomer', el periódico me encomienda un texto de evocaciones y nostalgias de San Mateo, propuesta que me ... encanta, pero hay un pequeño error porque yo, nacido en el mítico 1968, al parecer pertenezco a la Generación X, que son los nacidos entre 1965 y 1981. Un escrito sobre los recuerdos de mis sanmateos más mozos y moderadamente canallas, lo que se me plantea como la oportunidad de sacudirme un poco uno de los efectos que estas fiestas tienen en mi generación (y en la de los boomers) que es la tendencia a huir de la ciudad en tan señaladas fechas, dejando atrás la muchedumbre y los excesos.
Porque entonces, y hablo de los últimos ochenta y los primeros noventa, yo sí que vivía intensamente la fiesta matea, que comenzaba como mandan los cánones en aquellos chupinazos entonces explosivos y sucios, y a los que mi cuadrilla asistía impecable de pañuelos azules (menos Ricardo, que siempre lo llevó rojo) desde la atalaya de El Pasapoga, entre cañas y cortos, y escuchábamos de lejos y sin mucho interés al alcalde de turno (Cuca me pilló mayor) que arengaba al jolgorio desatado desde el balcón municipal; y tras el cohete y la primera andanada de gritos y sidra barata al aire, dejábamos que la marabunta bajara por Muro de Cervantes, loca de harina y huevos, de olores ácidos de mostaza y kalimotoxo, cuadrillas apiñadas con las camisetas empapadas y pringosas, como los cabellos de la chicas y los chicos que se abrazaban en la emoción del comienzo de la vigencia de la ley específica y no escrita de las fiestas mateas, y buscábamos un camino alternativo hacia Laurel o San Juan, hacia un bar no tan lleno, con el bote en el bolsillo de uno de nosotros que era el que se peleaba con la multitud, cinco cañas, dos vinos y dos cortos, y un bocadillo de jamón para ir haciendo cama en un estómago que se iba a ver sometido a unas tensiones y una exigencia que hoy me parecen imposibles, asociado como está ahora al almax y al kéfir; y a veces reservábamos mesa en El Soldado de Tudelilla para terminar de almorzar un par de huevos fritos con chorizo y probablemente las mejores patatas fritas de Logroño, y ese era el comienzo de la fiesta que se alargaba entonces la semana entera, cuando no se planteaban otras alternativas más restrictivas; y después, con el Makoki y su megáfono de música de fondo, seguíamos deambulando por las calles del casco viejo, la Mayor, Carnicerías, Sagasta, y así pasaba la primera mañana hasta que la tarde se hacía noche y nosotros seguíamos de bar en bar sin miedo al cansancio, porque entonces eso no era una opción, eran aquellos tiempos sin móviles (menos Luis, que siempre ha sido un pionero), lo que ayudaba a estar juntos y no despistarse, aunque como éramos gente de costumbres, si te ibas a una tapia a aliviar la vejiga podías calcular dónde andarían tus colegas poco más o menos, y ahí estaban, en El Parador (donde una noche matea, entre alcoholes y vestigios tambaleantes de las hordas de la noche, me puse a limpiar los baños ante la mirada estupefacta de Justo, Rafa y Valdi), o en La Costanilla, el Cine, La Cartuja, el Menta, el Van Gogh, el Brieva de canciones trasnochadas pero que tanto animaban si eras capaz de entrar hasta el final del bar a bailar, y sonaban los cohetes artificiales que no veíamos; y después del primer día, porque era y soy de madrugar, las mañanas me llevaban alguna vez a las vaquillas, y a las ferias de cerámica y de productos regionales, y les esperaba para un vermú en el Wellington o en La Luna, o en el ambigú de la plaza de toros, con los repeinados y las guapas de tiros largos, y de paso por el Espolón veíamos el pisado de la uva presidido por la virgen de Valvanera y el Sempiterno Don Pedro, y un poco más adelante el tragantúa enorme comiendo (y eso...) a los niños aterrados y no tanto; y las tardes a veces eran de pelota, porque no es que nos gustara pero éramos titinistas e íbamos al Adarraga a ver jugar al paisano Titín, entre gritos, milazulés, milazulés, milazulés, porque las apuestas las cantaban en pesetas, y puros que entonces eran obligados en la grada y el bocadillo de sardinas con guindilla y un porrón de cerveza con gaseosa, y salía Augusto con su genio y su arte y Arreche en la zaga, y al terminar el partido nos íbamos a las barracas, porque ya caía la noche y era buen momento para dar una vuelta a ver el ambiente, y tomarse un bocadillo de salchichas en los Hermanos Pinillos, y dos pintxos morunos y cuatro sangrías, para seguir recuperando, y a lo mejor un algodón de azúcar y de vuelta echar un vistazo a los hippys que no lo eran porque ya estaban instalados los puestos de los africanos con sus cueros, los collares y las pulseras, y el olor cálido de los churreros, y subíamos a contracorriente por la pasarela del Ebro, hacia la carpa de las peñas o a alguno de los chamizos de los partidos políticos, cuando no era tan comprometido entrar en ellos fuera cual fuera el color, un porrón de zurracapote, concejal y que rule, con tiempo aún para todo, incluso para el deporte, porque en el noventa y dos vimos en la tele del Cuatro Cantones la victoria en el mil quinientos de Fermín Cacho, con gritos y J&B con coca cola, vamos, vamos, vamos , que era lo que bebíamos por cántaras a partir de cierta hora, en esa Plaza del Mercado de bullicio y bares que casi eran nuestra otra casa, como el Tribeca, donde Pedro mandaba y Juan nos ponía las copas, o en El Submarino, La Estación o El Zivago,
Y al día siguiente todo volvía a comenzar, con el pañuelo planchado, las envidiables zapatillas blancas de Charly, la camisa inmaculada y el vaquero preferido (siempre tuvimos uno desgastado y favorito, compañero de farras), con el estómago y el sueño puestos a prueba otra vez pero felices sin otra preocupación de llegar al final de la noche entre amigos y música.
Eran otras épocas, y como hijo de la generación X que soy, ahora me marcho con mi mujer a una playa tranquila de Levante, sin olvidarme la pastilla del colesterol ni el pañuelo que me pondré, esté donde esté, el día de San Mateo. Azul, eso sí.
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