Escríbeme a la tierra
TRIBUNA ·
Los remites de las cartas dibujan la geografía del terror. La tinta y la sangre... Entre líneas respira la voz de los cautivosCARLOS GIL ANDRÉS
Domingo, 21 de noviembre 2021, 01:00
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Los remites de las cartas dibujan la geografía del terror. La tinta y la sangre... Entre líneas respira la voz de los cautivosCARLOS GIL ANDRÉS
Domingo, 21 de noviembre 2021, 01:00
Quién escribe cartas hoy? ¿Quién abre el buzón con la esperanza de encontrar una carta personal? Los mayores hemos olvidado muy pronto la importancia de ... la correspondencia postal. Los jóvenes no la han conocido. Y eso que escribimos más que nunca. Lo hacemos todos los días en los mensajes de los móviles, los correos electrónicos y las redes sociales.
¿Pero qué quedará de todo esto dentro de dos o tres generaciones? Los disquetes informáticos han desaparecido. Los ordenadores nuevos vienen ya sin lectores de cedés. No hace falta, claro, todo está en la nube, en sistemas de almacenamiento virtual. En realidad, todo lo que escribimos está en grandes servidores, en las manos de dos o tres empresas privadas. ¿Existirán dentro de veinte o treinta años? ¿Tendremos acceso público y gratuito? Es posible que un historiador del futuro tenga muchos problemas para saber qué pensaba, que problemas tenía y cómo veía el mundo un joven de los años veinte del siglo XXI. Parece increíble que esto pueda ocurrir en la era de la información.
Sin embargo, conservamos muy bien cartas escritas hace cien, doscientos y hasta quinientos años. Los archivos y las bibliotecas guardan y enseñan millones de documentos en que resisten el paso del tiempo. En el papel late la memoria; respira, todavía viva, la historia y el conocimiento de la humanidad.
Las cartas existen casi desde que existe la escritura. Pero hasta la Edad Contemporánea la capacidad de leer y de escribir estaba limitada a una minoría de la población. Era un privilegio social, un signo de poder. En España, en los años treinta del siglo XX todavía un tercio de los hombres y casi la mitad de las mujeres eran analfabetos. Pero las cosas estaban cambiando para la gente común. Nadie ignoraba que el futuro pasaba por las primeras letras de la escuela. La correspondencia epistolar se multiplicó gracias a la extensión del proceso de escolarización, la revolución de los medios de transporte y la implantación del sistema nacional de correos.
Pero, sobre todo, fue fruto de la necesidad. Las clases populares empezaron a escribir cartas porque estaban lejos de casa. Fue una consecuencia de los desplazamientos masivos de la población. Los emigrantes españoles enviaron millones de cartas desde las ciudades industriales o desde América. También los exiliados, que nunca faltaron en la conflictiva historia de España. Y los soldados desplazados a los cuarteles a cumplir el servicio militar o, con peor fortuna, a combatir en las guerras coloniales. Durante la Guerra Civil, millones de cartas tuvieron que pasar por las manos de los censores de los dos ejércitos enfrentados. En ellas se refleja el rostro humano de la experiencia bélica.
La mayoría de los combatientes eran reclutas forzosos. Pero llevaban uniforme militar y un fusil en la mano. Nada que ver con los protagonistas del libro publicado por la editorial Pepitas de Calabaza Escríbeme a la tierra. Las cartas de los que van a morir. La Rioja 1936. Ellos no fueron a ninguna guerra. Vestían de paisano y estaban desarmados. La guerra fue a buscarlos a su casa. O, mejor dicho, lo que llegó a su puerta fue un golpe de estado que causó una cesura radical, una quiebra absoluta de la convivencia, la deshumanización del otro, del vecino, convertido en enemigo. La espiral del odio y el terror, la violencia masiva contra los civiles.
A través de esta extraordinaria colección de cartas late la vida cotidiana de los civiles detenidos en los primeros meses de la guerra. Todavía no había frentes estables ni líneas de trincheras pero las cárceles ya estaban llenas. No cabían más detenidos en los cuarteles, los depósitos municipales y las prisiones habilitadas en la capital provincial. Los remites de las cartas dibujan la geografía del terror. La tinta y la sangre.
Entre líneas, si prestamos atención, respira la voz de los cautivos. Lo de menos es la pobreza expresiva de los más humildes, que sufren con la caligrafía y las reglas de ortografía y no encuentran palabras para contar lo que sienten. La oralidad se desborda por los renglones que escriben como un grito ahogado que no encuentra salida. Para los destinatarios de las cartas, para las mujeres y las madres que las recibían con ansiedad, lo fundamental era leer el nombre querido, tocar el papel, reconocer la letra, imaginar lo que no se dice, compartir el sufrimiento y esperar que la que se tiene en las manos no sea la última. Las cartas eran, sobre todo, una forma de resistencia. Una prueba de vida.
Hay cartas de esperanza de quienes aguardan informes favorables, la acción de un intercesor o que terminen las órdenes de matar. Hay cartas desesperadas. Las que escriben los que saben que van a morir. Testamentos apurados, escritos en unas pocas líneas, donde se mezclan las convicciones personales y la preocupación por los hijos, el amor que no cabe en una despedida y el deseo de pervivir en la memoria de los suyos.
En la memoria, por ejemplo, de Lucía Berrozpe. En el año 2004 me leyó, entre la ternura y la emoción, la última carta que escribió su padre, Cipriano, el 12 de septiembre de 1936. Lo mataron el 2 de diciembre, después de ochenta y tres noches de angustia, en la fosa común de La Barranca. Al despedirme, Lucía me preguntó: «Tú hoy vienes, pero dentro de otros veinte años, ¿a quién pides explicación de esta historia?».
Han pasado casi veinte años desde entonces. Este libro quiere seguir contando esta historia una vez más. Necesitamos nuevos lectores que se pregunten qué pasó, cómo fue posible aquello y por qué es tan importante conocerlo. Cada vez que alguien abra este libro y sienta que el dolor de estas las cartas le conciernen, le estará dando vida a los que la perdieron. Las únicas cartas muertas son las que no tienen destinatario.
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