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Era llegar el verano y echar a correr. Como si el calor accionara por algún ignoto mecanismo los músculos de mis piernas, en cuanto el colegio echaba el cierre y el sol empezaba a castigar dejaba de andar para ir a la carrera. Los amigos timbraban en el portero automático para jugar a patrullar el barrio vacío y yo me lanzaba escaleras abajo como un kamikaze para juntarme con ellos. Mi madre me mandaba a la tienda de la esquina a comprar la merienda y daba zancadas de galgo para cumplir el recado. Las vacaciones aceleraban el reloj. Durante el curso la lentitud se apoderaba de mí. Mi ritmo era el de los demás. Caminaba a la par del resto, no me importaba aguardar en la fila, mis pasos eran serenos. Sin embargo, en cuanto cambiaba los vaqueros por la pantaloneta toda aquella parsimonia mutaba en prisas. Precisamente cuando se abría la perspectiva de tres meses sin dar un palo al agua, el tiempo se encogía en mi mente. Y la única manera de estirarlo era correr. Continuamente. A todas partes. Aquella obsesión se traducía en un perpetuo estado de agitación. Siempre tenía la camiseta empapada y el sudor me caía por la frente hasta los labios. El verano también sabía así a sal, aunque jamás íbamos al mar. Consumía litros de agua para calmar la sed. En las fuentes públicas, en el río, directamente de la canilla. Agua con sabor a cloro en la piscina donde, por supuesto, en vez de hacer el muerto devoraba largos con el reto de batir marcas más absurdas. No importaba lo rápido que fuera. Por mucho que intentaba posponerlo, siempre llegaba septiembre. Y entonces volvía a apaciguarme, a demorar las horas. Intentar seguir siendo un niño para volver a correr al verano siguiente como nunca lo haré ya de adulto.

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