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CROQUETTES

PABLO GARCÍA-MANCHA - MIRA POR DÓNDE

Viernes, 4 de mayo 2018, 00:03

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Una croqueta puede ser simple, sencilla, limpia, perfecta, luminosa, mágica, frágil, descarnada, esférica, poliédrica, sentenciosa, huérfana, afanada y afanosa, rubicunda y etérea. Una croqueta se envuelve en sí misma y puede traer la prosperidad, la ilusión que se desvanece cuando la comes y en un instante ya no la ves y entonces pertenece a los recuerdos, al ámbito de la memoria y la ensoñación, como un amor perdido y baldío, como un beso furtivo y efímero que se desvaneció en la trémula oscuridad de los olvidos. Hay croquetas, croquettes, krokettes e incluso crocchettas que se sueñan a sí mismas en el rebozo puro y llano del aceite que hierve, croquetas primorosas que se saben reinas, croquettes vedettes que venden exclusivas, croquetas señoronas y pérfidas e incluso croquetas simples que aparecen en las barras de los bares con una guarnición de empanadillas y patatas fritas con sal maldon. Todo el mundo puede hacerse un lío con su croqueta, existen croquetas para niños, para jubilados, para un despiste e incluso croquetas que ruedan por los platos aguantando la desvergüenza de quién se come la última. El mundo es un poco mejor porque hay croquetas y tengo un amigo que sería feliz zampándose todas las que existen. Las croquettes francesas, que son las madres de todas las croquetas, nacieron gracias a la sabiduría de un genio: Marie-Antoine Carême, que quiso obnubilar a Luis XIV con una bechamel rebozada y rodeada por una masa crujiente de pan rallado y sorprender a sus dos invitados: el Príncipe Consorte de Inglaterra y el Gran Archiduque Nicolai de Rusia. Salieron levitando del convite, flotando felices hacia los paraísos artificiales de las croquettes, esos lugares idílicos que muchos creen que no existen pero que yo me los he comido mucho más allá de la Puerta de Tannhauser.

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