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El condenado por confiado

ANTONIO ELORZA

Miércoles, 13 de junio 2018, 21:26

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Hay componentes difícilmente explicables en la personalidad política de Mariano Rajoy, un hombre que tenía un estilo muy eficaz para el ejercicio del poder, sabía ejercerlo con firmeza, así como dominar de antemano aquellos ataques que pudieran surgir en el partido conservador afectando a su liderazgo. Tenía asimismo otras virtudes que figuraban en la imagen ideal del político trazada por los pensadores de la razón de Estado. Tal y como recomendara desde otro ángulo Stalin, nunca se apresuraba en sus actos y en sus juicios, haciendo siempre de la paciencia el eje de su comportamiento. Disponía además de una notable oratoria, con un aire de buen conversador de casino provinciano en un primer momento, ágil parlamentario también luego, que encajaba a la perfección en los valores citados.

Sorprende, en cambio, que la capacidad de previsión en asuntos internos no se viera acompañada de la misma cualidad a la hora de elaborar la acción política. Tal vez las causas de esta limitación consistieran, a partes iguales, en el escaso bagaje de ideas propias y en el peso de una tradición conservadora española, que se centra en el principio de que gobernar es resistir. Rajoy fue un óptimo ejemplo de cómo la mentalidad de un registrador de la propiedad difícilmente se asocia con la imaginación política. Resulta casi imposible encontrar, entre sus declaraciones, algo innovador que corresponda a la descripción de una realidad social, a la complejidad de las situaciones que hoy presiden la política europea y mundial y, por supuesto, a las no menos complicadas problemáticas que se derivan de mantener el orden constitucional frente a las presiones nacionalistas. Permanecer inmóvil es la norma.

El verbo más adecuado a la actitud de Rajoy sería el de «conllevar». Lo prueba Rogelio Alonso en 'La derrota del vencedor', al revisar su política durante la fase final de ETA, olvidando la exigencia de evitar que el ideario del grupo terrorista siga vivo en los herederos políticos, e incluso en un sector del nacionalismo democrático. El presidente, escribe Alonso, optó por la comodidad de un modelo de final del terrorismo que «de forma paradójica, era ampliamente aplaudido a pesar de sustentarse, como señalaban algunas víctimas, en una 'amnesia colectiva' que convirtió a una formación como Bildu en auténtica 'valedora de la paz'». Sin duda contó la voluntad de no enfrentarse con el PNV, heraldo de una reconciliación simétrica, pero los costes, según advirtiera Primo Levi para el nazismo, pueden ser muy altos. De momento ya tenemos a PNV y a Bildu asociados en el planteamiento de una soberanía vasca, versión menos áspera que el Plan Ibarretxe, pero tan irreconciliable como él con la Constitución. A pesar de ello, con tal de mantenerse en el Gobierno, Rajoy no dudó en abonarle una prima extra para obtener los votos necesarios, y sin final feliz.

El caso catalán no es menos significativo. Cierto que la responsabilidad corresponde ante todo a la puesta en marcha de un poder constituyente desde la Generalitat, saltándose una y otra vez los requerimientos del orden constitucional, y con una finalidad explícita de eliminarlo. La situación resultante era endiablada al tratarse de una parte del Estado que desarrolla con toda energía, a golpe de fraude de ley, una labor de demolición de ese mismo Estado, sin detenerse ante el desencadenamiento por sus medios de una política del odio.

Rajoy es siempre criticado por recurrir a la esfera judicial para afrontar ese asalto, en vez de acudir a un diálogo. Este hubiera sido útil en caso de que los independentistas aceptaran otra cosa que no fuera un referéndum organizado por ellos para superar su condición minoritaria. Un publicista con nombre de sopa juzgó desde muy pronto que la denuncia del carácter antidemocrático del 'procés' suponía proponer que los tanques resolvieran la cuestión. Pero sin duda ha sido mejor combatir con la ley lo que fue un ataque frontal contra la ley.

La increíble limitación de Rajoy consistió aquí en renunciar a la política, a la explicación a todos, dentro y fuera de España, a catalanes y españoles, de lo que estaba sucediendo, sirviéndose de los medios directos e indirectos a disposición del Estado. Y de un discurso de clarificación, especialmente ante el 1-0. La confianza puesta en los mossos fue además un caso de ceguera política. No tuvo otra salida que la solución de emergencia, el 155.

Fue una clamorosa inoperancia, que se corresponde con el modo de gestión del PP desde el Gobierno, que en determinadas áreas renunció a todo criterio de eficacia para colocar a personas leales, vinculadas al aparato por enlaces clientelares y sin otro mérito que su supuesta adhesión. Los ámbitos de la cultura y de la educación proporcionan sobre este tema ejemplos increíbles del descuido ante las necesidades a cubrir. Desde una representación esperpéntica en México a la ausencia total de competencias técnicas en los encargados de ejercerlas, el espectáculo no llegó a más por tratarse de sectores que apenas salen a la superficie. Claramente a Rajoy no le interesaban las imágenes proporcionadas por el ministro de Cultura, al conmemorar a Jorge Semprún o el centenario de Cervantes.

Y 'last but not least', Rajoy se confió en seguir nadando a pesar de la marea de la corrupción que fue invadiendo a tantos cargos del PP. Y que en la sentencia Gürtel le afectó a él mismo de forma irremediable. Detrás estaba la concepción patrimonial del poder, heredada por tantos populares desde la segunda mitad del siglo XIX, que llevaba a ver la obtención de ganancias ilícitas desde el cargo como un acto natural. Solo que esta vez ignoró que él mismo era ya el símbolo viviente de una corrupción que toleró y no supo eliminar. Una confianza en sí mismo que le costó la carrera política y que amenaza la supervivencia de su partido.

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