El extranjero

Ha suscitado más interés el titánico duelo de Novak Djokovic contra el estado australiano que cualquier otro apasionante torneo a los que el serbio nos tiene acostumbrados. Sin tenerle especial afecto al jugador, cuyas actitudes siempre han estado revestidas de un deje de soberbia, en este envite mis simpatías se decantan de su parte.

La cuestión parece sencilla: si un ciudadano incumple las leyes para acceder a un país, se deniega su entrada y asunto resuelto. Mas no debía estar tan claro cuando la polémica ha suscitado tanta controversia.

Para mí, lo inverosímil emana de una ley por la que se veta acceder a un torneo a un deportista joven y sano y cuyas garantías para demostrarlo pasan, según la justicia australiana, por una vacuna elaborada de emergencia y comercializada indiscriminadamente al grueso de la población con los laxos resultados que evidenciamos día a día.

Son muchos años de pruebas y estudios para que un fármaco demuestre su eficacia e inocuidad como para fiarlo todo a un remedio inopinado al que la mayoría se ha adscrito más como un acto de fe que como una evidencia fehaciente.

Sin achacar a ninguna conspiración –como algunos iluminados pretender hacer– del negocio vacunal, no podemos ser ingenuos: la farmacéutica trabaja para el colectivo pero a nuestra salud individual le dedica tanto tiempo como el que pueda emplear mi perra pensando en su inmortalidad. Y es que por mucha prisa que corra la cosecha, no se puede vendimiar en mayo.

Finalmente, la justicia ha resuelto que la condena sea la muerte –deportiva– del jugador. Demasiada similitud encuentro con lo acaecido al joven Meursault –protagonista de la afamada obra de Camus 'El extranjero'–; cuando este es condenado a muerte, sospechamos que el fallo no se produce por el asesinato cometido, sino por la propia actitud del acusado; y es que la sociedad enloquecida le defenestra por haber sido incapaz de llorar en el entierro de su madre.

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