La inmigración ha sido hasta hace poco en España el gran elefante en la habitación. Estaba ahí pero nadie se atrevía a mirarlo, colgábamos chaquetas ... en sus colmillos como si fuera un perchero, pasábamos por su lado y a lo sumo lo rozábamos de pasada sin comentar su presencia ni tampoco su tamaño, que crecía día a día como crece todo lo que se ignora. Durante años hemos jugado a no verlo, pero ya no queda espacio para la negación y es imposible continuar en la ilusión de que basta con apartar la mirada.
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La inmigración ocupa ya un espacio central tanto en el ámbito público como en las conversaciones privadas, el debate está definitivamente aquí, porque en ocasiones las realidades afloran de golpe y aparecen en las sociedades con la fuerza sorprendente de un géiser que abre la tierra después de años de silencio. El jueves la primera pregunta en el pleno del Parlamento regional fue sobre inmigración, y esta misma semana hemos leído noticias sobre los perceptores extranjeros del ingreso mínimo vital en La Rioja o acerca del alumnado inmigrante en nuestras aulas. Han sido análisis rigurosos escritos con un tratamiento informativo impecable, aunque en la calle estos temas se debaten con torpeza; lo hemos visto con la polémica del velo islámico a la que la mejor respuesta la ha ofrecido este periódico con la entrevista a Mouna Hafid. La joven musulmana, lejos de su Tánger natal, sonreía y expresaba desde Logroño que su vida «es igual con velo o sin él». Leer el titular fue como apagar por fin la luz y acabar la controversia. Pero el ruido va a crecer, hasta el PNV alerta ya de los problemas que plantean «personas no arraigadas» (siguen siendo maestros en el arte del eufemismo) y el propio Rufián, con ese instinto suyo de superviviente, con esa nariz que ha olfateado el aire en barriadas de extrarradio y detecta la tormenta antes de que caiga la primera gota, afirma que la izquierda tiene que empezar ya a hablar sobre inmigración «aunque le incomode».
El elefante, azuzado a partes iguales por la intolerancia y por el buenismo, ha echado a correr sobre la fina capa de hielo que es nuestra civilización. Por eso a mí me gustaría que el debate fuera sereno y supiéramos cuál es la política migratoria del país, cuánta gente viene cada año, a cuántos podemos acoger y qué desafíos plantean para los servicios públicos, los salarios o la convivencia. No hay que demonizar al recién llegado, que se sienta frente a la antigua estación de autobuses y suele cargar con un fardo de esperanzas rotas. Pero lo que tenemos hasta el momento es una permanente sensación de improvisación, un número de malabares con cuchillos mientras la carpa se incendia, y hay que comprender que una nación no se puede gobernar a base de metáforas y de consignas.
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