El fin del mundo
Brindamos como si solo existiera el presente, como si los derechos que disfrutamos hubieran estado ahí siempre, como si la paz y la democracia se tuvieran de pie solas
Carlos Gil Andrés
Lunes, 30 de diciembre 2024, 21:57
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Carlos Gil Andrés
Lunes, 30 de diciembre 2024, 21:57
En Navidad se ponía un belén de figuritas hechas con barro, con miga de pan o con la cera derretida que se guardaba las noches que se iba la luz, que eran muchas, y había encender el cabo de una vela. En Año Nuevo los ... chavales corrían a pedir el aguinaldo a sus familiares, unos frutos secos, unas pasas y, con suerte, alguna moneda. La mañana de Reyes los niños recogían con ilusión los higos secos y las barritas de guirlache que encontraban en sus zapatos y visitaban en tropel las casas del médico, el veterinario, el secretario, el maestro y el cura. Los funcionarios del pueblo.
Así eran las navidades que evoca el protagonista de El fin de un mundo, la última obra de Carmelo Romero (Pepitas de Calabaza, 2024). La novela transcurre un pequeño pueblo soriano que podría ser, en el fondo, cualquier pueblo de la España interior. Lo que cuenta está en la memoria de los abuelos de mayor edad que se sientan a las mesas familiares en estas fechas. Los últimos testigos de un mundo ido.
En ocasiones, dice Carmelo Romero, no somos capaces de ver lo que tenemos delante aunque lo toquemos con los manos. La desaparición de una cultura campesina milenaria que, en tan solo unas décadas, como un árbol partido por un rayo, se ha derrumbado. El autor pone un ejemplo que yo le escuché, cuando era mi profesor, en las aulas de la Universidad de Zaragoza. Si una máquina del tiempo transportara a sus abuelos dos mil años atrás, a la época en la que los numantinos peleaban contra Roma, posiblemente les bastarían unos días para adaptarse a ella. Sin embargo, si esa máquina les trasladara cincuenta años más allá de su fallecimiento se sentirían ajenos y extraños por completo. No entenderían nada.
Los lectores de la novela pueden subirse a un trillo de piedras de pedernal para dar unas vueltas por la parva, conocer cuándo hay buen tempero para labrar y sembrar, qué ventajas tiene una yunta de mulas sobre otras caballerías, cómo se llaman los aperos tradicionales, apuntar la receta de las sopas de ajo castellanas, diferenciar el chiflo del cabrero del cornetín del alguacil, esperar la luna llena con tiempo seco y frío que será ideal para la matanza, distinguir el cereal enraizado del ricio aprender filosofía estoica pegando la hebra en el carasol, saber cómo se buscan nidos y se cogen ranas y cangrejos, qué son los calostros, en qué consiste el marro, qué es una azofra o cómo se construía la vida comunal alrededor de la fuente, el pilón, el lavadero, la fragua o las eras. Viajar al tiempo de las carretas, las alcobas, los braseros, las abarcas, las boinas, los pantalones de pana y las sayas negras. A la belleza modesta del paisaje de los campos de cereal y oveja.
Pero la mirada de Carmelo Romero no es la de la añoranza bucólica de un pasado idílico. «Edulcorar y pastelear así aquel mundo es una forma de no comprenderlo y, por lo tanto, no respetarlo». La vida en las pequeñas comunidades era como los rebaños, que a veces salvan, pero en ocasiones asfixian. En el libro no se oculta la desgracia de nacer mujer en aquel mundo, el analfabetismo ligado a la pobreza, el temor al Estado o el poder opresivo de la Iglesia. Aparece la camioneta que sacó a matar a unos vecinos en la guerra, el miedo que se metió en el cuerpo, la mezcolanza del pan negro del racionamiento, el estraperlo, los sabañones de la posguerra, el hambre y la corrupción que multiplicó la política autárquica de la dictadura franquista.
Luego llegó el gran cambio. Los carteles de nitratos de Chile, la leche y el queso de los americanos, los tractores y las máquinas que llenaron los graneros pero empezaron a vaciar las casas, la concentración parcelaria, la espiral de la despoblación, el éxodo que llevó al desarraigo, el dolor de los desconchones, las cercas derruidas, las puertas cerradas, la soledad y el abandono.
No se trata de volver allí, concluye Carmelo Romero. El pasado nunca vuelve. Pero sí de tomar conciencia de que estamos despidiendo a una de las generaciones más sacrificadas y fecundas de nuestra historia. Que enterramos, seguramente sin la dignidad que merecen, a los últimos protagonistas de un modo de ser sobre la tierra. Que tenemos que proteger un paisaje que, al perder sus últimos guardianes, deja en peligro «las riquezas naturales del agua, el sol, el aire, la tierra, los bosques, el tiempo y la historia».
El fin de un mundo es un libro hecho de historia, cargado de memoria, manchado de tierra. La tierra soriana donde todo empezó, incluso la celebración mundial del Año Nuevo. Para los romanos, el año comenzaba con los idus de marzo, pero en el 153 a. C. los cónsules decidieron adelantar la fecha de inicio a las calendas de enero. Querían así nombrar antes a las magistraturas y enviar en primavera, a salvo de los fríos y las nieves del invierno mesetario, a los ejércitos que debían combatir contra los celtíberos.
Los romanos pensaban que el futuro era suyo, que el imperio que habían conquistado sería eterno. Los campesinos castellanos creían que vivían en un mundo inmutable que giraba alrededor de las estaciones. Nosotros brindamos cada Año Nuevo como si solo existiera el presente. Como si el crecimiento pudiera ser ilimitado, como si los derechos que disfrutamos hubieran estado ahí siempre, como si la paz y la democracia se tuvieran de pie solas. Brindamos con buenos propósitos que duran lo que dura la resaca festiva. Y a los pocos días, como diría un campesino de aquellos, vuelta la burra al trigo.
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