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Nunca me entero de nada

Solo las cigarras sobrevivirán

Viernes, 1 de agosto 2025, 22:15

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Está en el candelabro que dijo la otra lo de abominar del veraneo estival, y no se encontrará espécimen más denostado que el turista corriente ... y moliente de los de selfie de gatillo fácil, a la caza y captura del rinconcito singular y secreto que ya no lo será más por obra y gracia de las redes. Nos hemos vuelto talibanes turistófobos, para cerrar el progreso que fue primero del botijo y la canícula a la quincena en Benidorm, pasó después por la exploración de los más remotos confines del mapamundi, y nos ha traído hasta el actual cada uno en su casa y dios en la de todos. Salvo porque en realidad vamos como pollos sin cabeza de la Ceca a la Meca mascullando la vieja consigna sartriana en colas, chiringuitos y monumentos: el infierno son los otros. Y no deberíamos menospreciar las bondades higiénicas de unas largas vacaciones, sobre todo si quienes se las toman son los cerdanes, montoros o noelias. Mejor si son a la sombra, pero sobre todo neutralizados y lejos de los titulares de los medios de comunicación. A mí me parece de perlas que el señor Sánchez desaparezca una semana en la satrapía morisca de la Mareta, Lanzarote, y aun me gustaría más si lo hiciera por tiempo indefinido hasta poner paz y silencio en la esperpéntica jaula de grillos que conforman tirios y troyanos. Llegarían por fin a las páginas de los periódicos las noticias que de verdad deberían importar de cualquier verano. Alguien vio por primera vez el mar. Somos provincianitos de secano, nunca deberíamos dar por amortizado el milagro de su irrupción tras una colina, no estamos tan lejos del relato fascinado de nuestros abuelos de aquella vez en la que descubrieron la sonrisa innumerable de las aguas, como dijo el verso de Esquilo. Algunos se dieron su primer beso, y tuvieron la fortuna de que supiera a aftersun y polo de limón. Muchos alargaron la noche por el placer de conocer el amanecer, que efectivamente tenía los dedos rosados de las auroras de Homero, o contemplaron el crepúsculo y desde entonces creen firmemente que la belleza es la única fuerza capaz de incendiar el mundo. Porque los días de verano son así, apenas un paréntesis frívolo y liviano entre su obertura y cierre lujosos, teatrales y barrocos. Se harán virales las noches de agosto, su interminable invitación a comerse la vida a bocados, y sesudos analistas especularán en las tertulias que en esas noches alienta la promesa de una revelación inminente. Que es verano y que todo en este preciso momento es posible para todo el mundo. Ya llegará septiembre y el otoño envenenado de nostalgia, de lunes y de hojas secas barridas por el viento como romances truncados, y nos dirán que esa es la realidad, y que como hormigas laboriosas deberíamos fichar cada mañana en el granero, ser adultos, serios y resignados. Hay un paraíso del cual nadie podrá expulsarnos nunca: el recuerdo de los veranos de la infancia. Solo las cigarras sobreviven cuando acecha el ruido, la mediocridad y la renuncia. Solo existe una estación, como dijo Ennio Flaiano: el verano, tan bello que las demás se limitan a girar a su alrededor para evocarlo o envidiarlo.

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