Ahora que ya rodamos abruptamente por el precipicio destemplado de septiembre, hemos vuelto a desempolvar del fondo de armario esa vieja colección de mentiras piadosas ... con las que ir tirando hasta la pausa navideña. Nunca es tarde para apuntarse al gimnasio, para aprender un idioma, para empezar una dieta. A quien madruga Dios le ayuda. O esa cosa gorda y obscena: el trabajo libera y dignifica. O sea, que es una maldición bíblica pero uno debe acudir cada mañana al curro con el entusiasmo lírico de un enanito de Blancanieves. Cada cual se agarrará a su clavo ardiendo para sortear la depresión. Por estas fechas los que nos dedicamos a la docencia y peinamos algunas canas siempre hemos sacado fuerzas de flaqueza de los mismos argumentos. Que, pásmense, no son tanto las vacaciones homéricas, casi infinitas, ni el sueldo estratosférico, sino un tonto sentido de servicio a la sociedad, una absurda creencia de que la educación y la cultura son imprescindibles para disfrutar de una vida mejor y más plena y, además, la herramienta que permite corregir las desigualdades sociales. Vamos, lo que digo, cháchara viejuna, antiguallas de cuando el mundo era serio, pesado y adultocrático. Aunque quizás fuese más conveniente saber qué le parece a María Pombo todo esto. Que el inicio del curso coincida con la reciente polémica originada por su opinión sobre la lectura resulta de una comicidad involuntaria. Y también un toque de atención. ¿De verdad hacía falta que viniera a recordarnos que la lectura está sobrevalorada una de estas petardas que hacen de la exposición de la banalidad cuqui un negocio? Miremos a nuestro alrededor. Miremos la deriva de los tiempos. El problema de la tecnoburricie actual es que la factura un pijerío que por herencia y posición familiar no necesitan descifrar más allá de los dígitos de su cuenta de resultados, y que sin embargo cala hondo en unos chicos y chicas que sin la ayuda de unos cuantos libros solo verán de los Palacios de Invierno el resplandor lejano de sus fiestas. Ayer los descamisados se hacían toreros para ahuyentar las cornadas del hambre, o dinamiteros para volar las diferencias de clase; hoy, en pleno turbocapitalismo, reina el sálvese quien pueda y triunfa la promesa de un dinero fácil y rápido como tiktokers o youtubers. Nuestros jóvenes ya no se tragan el cuento chino de la meritocracia. Apenas semialfabetizados nunca accederán a un trabajo estable ni a una vivienda digna. Les hemos convencido de que el amor es un constructo y el sexo una gimnasia mecánica y brutal. Casi están cerca de Mallarmé y no lo saben: «¡La carne es triste, ay, y ya he leído todos los libros! (o no voy a leer ni uno, que para el caso)». De esTe modo avanzamos hacia un mundo de cerebros adiposos y consumo basura en el que el lujo será tanto leer a Cervantes como comerse un tomate de la huerta. Solo una minoría privilegiada será capaz de entender un discurso complejo y pensar por su cuenta. Y a los pobres que les den. Que les den paguitas, burrikín y móviles bien tochos con acceso ilimitado a chatgpt.
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