No sabemos si 'Los asquerosos' de Santiago Lorenzo, publicada en 2018, merecerá ese caprichoso azar de pasar a la posteridad literaria, pero lo que ya ... ha logrado es dejar un nuevo término para el acervo popular: la mochufa. El enigma radica en cómo había podido sobrevivir con esta carencia un pueblo que ha convertido el cainismo en uno de sus deportes más queridos y tradicionales, a la altura del lanzamiento de pipo de aceituna o de cabra desde campanario, que ha hecho del insulto una de las Bellas Artes. Porque, ¿qué define exactamente la mochufa? Es el tres en uno del menosprecio: denigra, perdona la vida y a la vez avala la inmunidad de quien lo dispara. La mochufa no es nada en concreto y sin embargo lo impregna todo. La mochufa monta en patinete, adosa a cualquier palabra un diminutivo ñoño, se compró un 4X4 para disfrutar de la Naturaleza. La mochufa dice en seguida «esto no, lo siguiente», pide pan de masa madre o aborrece el gluten, o cree en la hermandad de civilizaciones porque le encanta el shawarma del paki de la esquina. La mochufa vive de paguitas y pasa el sábado en el Primark del centro comercial, la mochufa está forrada, habla con deje gangoso y cree firmemente en la meritocracia, el libre mercado y la inquebrantable unidad de España. La mochufa, decía Santiago Lorenzo, es un cuñado, pero a lo bestia y con smartphone. Lo malo es que, si lo piensan bien, todos somos el cuñado de alguien. Estamos en días, precisamente, claves para calibrar nuestro grado de adscripción a la mochufa. Como cantaba David Summers, ya tengo preparadas las maletas para irme hasta Italia, y si hubiese recibido diez euros cada vez que alguien se ha mostrado horrorizado por el nivel de masificación que se da en estas fechas ya tendría pagado el viaje. Como no me tengo por un émulo de Lord Byron, un exquisito aristócrata de los que pasean su melancolía por la vieja Europa, sino que más bien me considero un tío del montón, corriente y moliente, supongo que yo también voy a contribuir a ese espanto que embarga a mis conocidos más puros. Imagino que antes que a Roma o Florencia, debería dedicarme a los encantos del tour Yagüe-Varea. ¿Fotografiarme en el Coliseo o los canales venecianos cuando puedo hacerlo en las piscinas municipales de mi pueblo? Al paso que vamos acabaremos impugnando el derecho a las vacaciones pagadas como una de las conquistas del estado de bienestar, aunque igual nos prefieren con el botijo y el abanico a la sombra del zaguán, matando moscas y soñando con ver alguna vez el mar o la Puerta del Sol. No hay un turismo malo, sino malos turistas, y esto, como todo, no se corrige por la vía rápida del BOE y las ordenanzas municipales, sino sembrando con amor y paciencia cultura, educación y muchas lecturas, infinitas lecturas que nos hagan llegar a los sitios para redescubrirlos. Mientras tanto, siempre a favor de la gente, siempre con la gente. Incluso en las colas interminables, incluso con esos que aparecen sosteniendo la torre de Pisa en la foto apresurada. ¿Quién dijo que la felicidad es mochufera?
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