No hay que irse lejos para cambiar el mundo
Todo el mundo debería contar con la terraza de una cafetería a pocos metros de su propia casa. Esa terraza disfrutaría de la sombra de ... unos cuantos árboles, campo-base de las expediciones golfas de los gorriones, y estaría en una calle tranquila y peatonal, ancha como el discurrir de un río rumoroso. Todo el mundo tendría tiempo de sobra para malgastarlo acomodándose en su rincón preferido, donde leerse de cabo a rabo el periódico, o algún libro escrito y editado por puro amor al arte, o, sencillamente, alzar la vista y contemplar el paso sosegado de la vida alrededor. No sé si se han dado cuenta, porque a veces uno tiende a no darle demasiada importancia a lo más cercano, a lo que le acompaña con la discreción de un perro fiel día tras día, pero en Logroño ese pequeño milagro cotidiano todavía es posible. Hace poco, precisamente en uno de esos oasis urbanos que resultarían chics y pintorescos de no hallarse frente a mi portal, leía las siguientes líneas: «Es preciso amar el centro de nuestra ciudad. Todos los centros de las ciudades forman un centro común. No es necesario ir muy lejos para hacer mejor el mundo, porque tal vez uno debería empezar por el centro de su ciudad». Pertenecen a la hazaña secreta de Ismael Grasa, y tienen ya unos años, pero eso qué más da, porque todo libro es como una mina que aguardase las manos del lector adecuado para detonar su carga. Entonces levanté la cabeza. Por Portales pasaba una despedida de soltero, fulanos demasiado entrados en la treintena para conservar el salvoconducto de la gracia. Uno coreaba consignas gorilescas armado de un altavoz; a otro lo llevaban al altar disfrazado de mamarracho. Nuevos rituales para nuevos tiempos ridículos. Los riders montados en patinete sorteaban peatones como jinetes de un apocalipsis sin alta laboral. Pensé en todas esas viejas glorias del comercio local que tuvieron que echar el cierre, y en esas franquicias, pacotillas y badulaques que las sustituyen y que nadie recordará cuando desaparezcan. A veces me pregunto si seguirá existiendo la nostalgia en el futuro. Pensé en el estercolero en que se convierte el Casco Antiguo tras cada noche de fiesta. Una ciudad es algo noble, sólido y antiguo, lo más parecido a la propia casa que uno ama, cuida y embellece. Como era ley entre los griegos, un anfitrión está obligado a dar cobijo y alimento al viajero; pero también, como marca la más mínima urbanidad, uno no entra en casa ajena atropellando y enfangando. En qué poco nos tienen si quieren hacernos creer que grosero y vulgar son sinónimos de divertido. La cortesía es un arma cargada de futuro. Lo rancio y lo clasista es devastar el centro de nuestras ciudades, expulsarnos a la melancolía de las periferias y despojarnos de hasta el último gramo de memoria ciudadana. Queremos cambiar el mundo, y quizás deberíamos comenzar por conservar lo que tienen de humano, europeo y reconocible las pequeñas ciudades de provincias. No en vano Calahorra parece Washington, Haro compite con París y Londres, y la calle Mayor de Logroño nos debe un buen puñado de suspiros.
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