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Arte pasajero

JULIA CIBRIÁN

Martes, 22 de mayo 2018, 23:31

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Cuando los decoradores de urbanizaciones prehistóricas plasmaban en sus abombadas paredes las figuras de sus más íntimos enemigos se les venía a la garganta una congoja de alborozo, la gloria del cazador que sufre el sufrimiento de la pieza cobrada, el desazonado descanso del guerrero que ha concluido la persecución que nunca termina. El animal, ya inmóvil, emergía del relieve de la pared como si siempre hubiera estado allí. Su actitud desafiante retaba al fuego y bramaba en sordina por su inmediata libertad de trote por los páramos y colinas de las que seguía siendo el señor. Pero era ya icono, arte permanente, la imagen capturada desprendida de su carnalidad, saqueado su espíritu, amuleto del otro señor de páramos y colinas. Tras miles de años su mayor escape se ha concretado en mojigangas tipo Altamira bis, donde su doble, su negro, le hace el trabajo sucio de respirar el aire viciado de los cazadores de domingo.

El arte es eterno. Arte eterno del que adrede o a propósito se deriva el ahora calificado arte efímero. Pintura, escultura, incluso arquitectura mueren casi antes de nacer (la 'Escultura aerostática' de Yves Klein de 1957, 1001 globos azules contra el cielo azul de París; las estruendosas fallas valencianas, el Concéntrico logroñés) La voluntad creadora elige una innovación dotada de contundente y armoniosa obsolescencia.

El arte efímero tiene distintas dosis de transitoriedad. El arte que practican los grafiteros, que pese a quien pese es arte, dura lo que tarda un disolvente en diluir lo que su bizarro autor ha destilado en días, ingenio y neuronas, más posibles sanciones aparte. Está medio prohibido, según lugares y mandamases. O medio permitido tras la sacra aparición de un tal Bansky, que nadie dice saber quién es salvo quizá el titular de su cuenta corriente.

Dentro de las pintadas a tubo a reacción hay una modalidad de arte efímero de cierta perdurabilidad, a la que podría llamarse arte pasajero, el arte pasajero del tren. Un pasajero con billete de cuarta, cuarta puerta, sin ventanilla, vertical, lateral, mordido por las ruedas. Su renqueante y ruidosa aparición es un saludo de redondeadas figuras o de trazos geométricos, con acento reivindicativo. Con el chacacha del tren la exposición recorre montañas y parameras, hasta que el dueño del ferrocarril con otra pintada, legal, por supuesto, hace borrón y cuenta nueva. Volverán las multicolores golondrinas.

En ocasiones la velocidad del tren convierte las viñetas en dibujos animados, pinturas vivas, technicolor 3D, secuencias de una historia que revitaliza el ozono. O el pesado mercancías vuela por encima de torrenteras, cortados, cascadas -los ingenieros de ferrocarriles nunca temieron al vacío, qué sería de los vaqueros del lejano oeste sin tren, como sucede cerca de aquí, en el Salto de Gujuli, en tierra alavesa, donde las aguas furiosas y las nieves abundantes de estos días ponen bellos subtítulos a la película.

Y es que el tren es el invento más romántico de la era industrial, es un género literario, una escuela pictórica, una tonalidad musical, la arquitectura de una barriada en movimiento, la efigie escultórica del caballo del Cid, la esencia de la escapada.

En los paseos por la estación de mi infancia, a la espera del viaje del verano, los vagones exhibían precursores rayones de tiza, telegrafía manual para uso exclusivo de los factores y machacas de la Renfe. Eran trenes oscuros, marrones, sucios, con un tufillo acre. Hasta que aparecía como un flash el fulgor de plata del Talgo, que no paraba en los pueblos, iba a Madrid, el más remoto Hollywood de entonces.

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