En los recreativos siempre había dos clases de chavales: los pardillos y los malotes. Nosotros no éramos de los malos, así que queda clara la ... categoría en la que acabábamos inscritos cuando cruzábamos el umbral y entrábamos a esa cueva llena de sombras, humo, ruidos electrónicos y golpes de futbolín. Había una magia poderosa en los recreativos y la he recordado ahora porque un grupo de románticos ha reunido aquellas máquinas que nos hicieron felices en el Logroño de los 90 y han formado la asociación 'Pixel and Games'.
Muchas salas estaban al lado del algún colegio, como 'El Orly', justo frente a los Maristas, por lo que al ir y venir de clase siempre parpadeaba la tiniebla de la gruta y su trajín de chavales, mosquitos hacia la luz. Siempre queríamos entrar, pero en realidad íbamos poco porque eran sitios que mirábamos con algo de recelo. Había críos fumando, otros que se saltaban clases y era un escenario propicio para peleas; en suma, un ecosistema sombrío y desconocido como lo son casi siempre algunas de las cosas más apetecibles de la vida.
Al final de su libro 'Malaherba' Manuel Jabois relata un pasaje que podría formar parte de aquel Logroño de nuestra infancia: «Se oían los golpes de los billares y de un futbolín que había atrás del todo. Elvis y yo nos metimos las manos en el bolsillo, supongo que porque pensamos que eso era de pasotas y nos ayudaba a disimular». Literal. Los amigos recordamos siempre la figura del espectador mayor detrás del hombro, el que observaba a tu espalda cómo fallabas matando ninjas o disparando misiles desde un avión. Entonces te decía «¡Eh, eh, eh! ¿te paso la pantalla?». No había que hacerle caso, era mejor palmar, ver aparecer GAME OVER y largarse a casa arrastrando la mochila antes que ceder a ese chantaje para seguir jugando gracias a la pericia de otro. Eramos unos pardillos pero en el fondo aprendíamos de todo aquello, y esa lección sobre la dignidad y el fracaso propio fue una de las mejores cosas que nos llevamos de allí.
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