La coherencia democrática de María Corina Machado
El Comité Noruego del Nobel ha querido premiar no solo una trayectoria personal, sino también la persistencia de un ideal: que la palabra y el voto pueden vencer al miedo
El reciente Premio Nobel de la Paz concedido a María Corina Machado no solo reconoce el coraje personal de una líder política, sino que reivindica ... la fuerza moral de la democracia frente a la opresión. Venezuela, que fue durante buena parte del siglo XX una de las democracias más sólidas y prósperas de América Latina, se ha convertido hoy en un paradigma de la degradación institucional y del autoritarismo contemporáneo. Las denuncias de violaciones sistemáticas de derechos humanos, la censura, la manipulación electoral y los vínculos del poder con redes criminales han convertido al régimen de Nicolás Maduro en un caso de estudio sobre cómo una dictadura puede perpetuarse bajo la apariencia de un sistema electoral.
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El coste de esa deriva lo ha asumido la sociedad venezolana. Más de ocho millones de personas —una cuarta parte de la población— han abandonado el país, configurando el segundo éxodo más grande del mundo, solo superado por el de Siria. Familias enteras se han dispersado por América y Europa buscando lo que debería ser un derecho elemental: vivir en libertad, con seguridad y con esperanza. Ese éxodo silencioso constituye la herida más profunda de la Venezuela contemporánea y la prueba más contundente del fracaso de un régimen que se presenta como popular mientras condena al pueblo a huir.
En ese contexto, la figura de María Corina Machado se ha convertido en símbolo de la resistencia cívica y democrática. Ha sostenido, contra toda adversidad, la convicción de que el cambio solo puede llegar por la vía pacífica y electoral. Ha soportado persecución, inhabilitaciones y campañas de difamación sin ceder a la violencia ni al exilio. Su coherencia ética y su constancia moral explican el reconocimiento del Comité Noruego del Nobel, que ha querido premiar no solo una trayectoria personal, sino también la persistencia de un ideal: que la palabra y el voto pueden, todavía, vencer al miedo.
Por eso sorprende el silencio de algunos dirigentes internacionales ante este galardón. En particular, la falta de tacto del presidente Pedro Sánchez al no felicitar públicamente a Machado, cuando sí lo ha hecho con otros premiados. En diplomacia, los gestos importan tanto como las decisiones, y en este caso la omisión resulta difícil de justificar. España, por su historia democrática y por su lazo profundo con América Latina, debería ser la primera en celebrar un premio que exalta los valores de la libertad y la justicia. No hacerlo transmite una distancia política y moral que desluce la autoridad de nuestro compromiso internacional con los derechos humanos.
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Esa tibieza resulta aún más llamativa si recordamos la actitud de ciertos sectores de la izquierda española ante el régimen venezolano. Desde el discurso justificativo de Pablo Iglesias hasta la cercanía personal del expresidente José Luis Rodríguez Zapatero con el poder de Maduro, ha existido una indulgencia difícil de explicar hacia una autocracia que ha destruido la economía, perseguido a la oposición y silenciado a la prensa. Esa complacencia, presentada como neutralidad o «búsqueda de diálogo», ha terminado siendo una forma de legitimación. La historia enseña que los silencios ante la injusticia no son neutrales: son una forma de participación pasiva en ella.
Como profesor de Historia del Mundo Contemporáneo en Bachillerato, me interesa subrayar que este premio no solo tiene un valor político, sino también pedagógico. Enseña que la resistencia pacífica sigue siendo una herramienta poderosa, incluso cuando el poder intenta aplastarla. Premiar a Machado es recordar que la democracia no se mide por la fuerza de sus ejércitos, sino por la dignidad de sus ciudadanos. En un tiempo dominado por la desconfianza, el cinismo y la polarización, su ejemplo devuelve sentido a una palabra que parecía gastada: esperanza.
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El Nobel de la Paz no cambiará por sí solo la realidad venezolana, pero sí modifica el relato. Coloca a Venezuela en el mapa moral del mundo y recuerda que la libertad puede ser perseguida, pero no extinguida. Machado representa esa fe obstinada en la política como espacio de reconciliación, no de revancha. Y su reconocimiento interpela también a España, en particular, y a Europa, en general, que debe decidir si sigue mirando hacia otro lado o si, por fin, asume que la defensa de la democracia exige coherencia, incluso cuando resulta incómoda.
Porque, como enseña la historia, los pueblos siempre acaban recordando quién estuvo del lado de la libertad cuando hacerlo no era lo más cómodo.
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