Era muy frecuente, en aquellos años bárbaros de niñez adoctrinada –si es que alguna vez la infancia no ha sido adoctrinada– y adolescencia martirizada por ... la educación católico-franquista de la época, aunque mi amigo Eulogio dice que no salimos tan mal, después de todo, escuchar la frase «¡Cuidado con las malas compañías!». Era una especie de latiguillo que sonaba en casa, en la escuela y, sobre todo, en la iglesia, aunque jamás quedó muy claro en qué se concretaba lo de las malas compañías. Genéricamente, las malas compañías eran aquellas que te podían apartar del camino recto y llevarte por la senda de la bebida, las blasfemias y de otros vicios y pecados contra el sexto mandamiento, que era la obsesión del clero dominante, pero concretar era más difícil, pues, para la mayoría de los padres, las malas compañías eran los hijos de los demás, nunca los propios, que lo serían para otros.
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Cuando comenzaba mis estudios universitarios y aún era 'bueno', vinieron sus padres a visitar a un amigo de residencia y me los presentó. He de decir que, si ahora yo viese a una persona con mi aspecto de entonces: barba y melena largas y descuidadas, botas de sucio serraje, vaqueros ajados y una chaquetilla del Vietnam con supuestos agujeros de balas, me cambiaría de acera sin dudarlo. Luego, su madre dijo a mi amigo: «Hijo, ten cuidado con las malas compañías». Él se echó a reír y contestó: «Mamá, es de los pocos que va a misa y saca buenas notas», lo que pareció tranquilizarla. Las malas compañías en realidad no lo eran tanto; otra cosa muy distinta eran las amistades peligrosas, de las que no se hablaba tanto y pasaban más desapercibidas.
Una amistad peligrosa, en mi juventud, fue aquel muchacho, aparentemente encantador, al que llamábamos 'El Chino', siempre dispuesto a pasar un canuto, cuando la marihuana era novedosa y desconocida, y que se llevó a varios amigos a la disparatada vida del «haz el amor y no la guerra» de los hippies de entonces, a los que no recobramos hasta que vieron las orejas al lobo, cuando algunos del grupo murieron de sobredosis.
En política también hay malas compañías y amistades peligrosas. Malas compañías son las que, por un puñado de votos, desvirtúan las propias ideas, obligan a una continua compraventa, que no se debería hacer, y condenan al ridículo de desdecirse continuamente. Amistades peligrosas son aquellas que incitan a poner el interés particular por encima del general y acaban sumiendo al incauto, si lo es, en un pozo de corrupción. Las malas compañías son el virus patógeno de la democracia; las amistades peligrosas son el cáncer de la política. Eso sí, no siempre es fácil distinguirlas.
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